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Núm. 48 (2021) ■ 255-284 ISSN: 0210-7716 ■ ISSN-e 2253-8291 https://dx.doi.org/10.12795/hid.2021.i48.09 Recibido: 25-10-2020; Aceptado: 14-2-2021; Versión definitiva: 4-3-2021 |
José Miguel López Villalba
UNED.
jlopez@geo.uned.es | "_blank" href="https://orcid.org/0000.0003.2299.3210">https://orcid.org/0000-0003-2299-3210
Resumen: La inmundicia de las ciudades medievales supuso un grave problema que los gobiernos locales intentaron resolver por medio de normativas ajustadas al respecto. Las ordenanzas que trataban de estos aspectos fundamentales se recogían en un apartado que se conoce como policía urbana. Los siglos bajomedievales fueron una continua batalla por parte del sistema concejil contra los habitantes de las poblaciones que, con sus comportamientos incívicos, transformaban las ciudades en auténticos basureros. Aguas sucias, estercoleros ilegales, calles atestadas de basuras, animales sueltos o fuegos urbanos rompían el ornato callejero y dificultaban el discurrir de la vida cotidiana. El grado de sensibilidad medioambiental manifestado por el colectivo urbano bajomedieval era nulo, pero gracias a las iniciativas de los regímenes municipales se avanzó en las cotas de bienestar y salubridad.
Palabras clave: Ordenanzas municipales; policía urbana; suciedad callejera; Baja Edad Media; Edad Moderna.
Abstract: Filth of medieval cities was a serious problem that local governments tried to solve through tight regulations. The ordinances that dealt with these fundamental aspects were collected in a section known as sanitation policies. The late medieval centuries were a continuous battle on the part of the urban council against the inhabitants of the towns who, with their non-civic behavior, transformed the cities into authentic garbage dumps. Dirty water, illegal dunghills, streets full of garbage, loose animals or urban fires broke the street decoration and made it difficult to run daily life. The degree of environmental sensitivity manifested by the late medieval urban community was zero, but thanks to the initiatives of the municipal regimes, progress was made in terms of well-being and health.
Keywords: Municipal ordinances; sanitation policies; street dirt; Low Mid-dle Age; Modern Age.
El concejo medieval castellano siempre manifestó un relativo interés para los estudiosos que, concentrados en los tradicionales análisis sobre la corona, la nobleza, la iglesia y otros aspectos considerados de singular jerarquía, no alcanzaron a generar una cadencia de indagaciones que llevase la investigación local a cotas más relevantes, exceptuando algunos trabajos singulares[2]. Tal vez, el problema residió en la escasa trascendencia que se otorgó a las fuentes documentales procedentes de las oficinas municipales que apenas alcanzaron a ser merecedoras de algunas referencias en revistas muy especializadas, o por medio de colecciones diplomáticas[3].
Afortunadamente, hace medio siglo se revitalizó el interés por las citadas fuentes concejiles medievales y de entre todas ellas, dos tipologías lograron la máxima atención: actas y ordenanzas[4]. Las primeras representan la imagen palmaria del funcionamiento diario en la actividad administrativa del sistema político concejil. Entre todos los documentos de carácter resolutivo fueron los registros de mayor importancia, puesto que en sus páginas quedaron reflejadas todas las cuestiones que se tratan y resuelven en las sesiones municipales[5]. Por su parte, las ordenanzas municipales, principal fuente de este trabajo, representan la regulación de los múltiples aspectos que pueden converger en la actividad de una población, transformando dichas normas en uno de los apoyos más rigurosos del derecho medieval[6].
En apariencia se encontraban ante lo que se suponía la gran solución, pero con la llegada de los siglos finales del medievo se favoreció en Castilla una transformación que estuvo protagonizada por las propias entidades locales. En esta ocasión, la creación de la norma estaba en manos de los mismos que la harían cumplir. Se asiste de este modo al nacimiento de las ordenanzas municipales consideradas como el término final de las formas medievales de derecho local[7].
¿Estamos ante un proceso de experimentación generalizada? Tal vez se podría hablar en este sentido durante la segunda mitad del siglo XIII e incluso en el siglo XIV, pero en el último siglo del periodo medieval se debe entender que la existencia local discurría por medio de un procedimiento suficientemente consolidado[8]. El método de problema, proposición y desenlace se extendió con presteza por todo el territorio de la Corona de Castilla, creando una extensa urdimbre de disposiciones que llegaron a manifestarse tan diferentes como lo fueron los espacios en los que se habían de aplicar[9].
Por encima de todo el concejo exteriorizaba que era capaz de organizar su vida administrativa, económica y política. Así, la corona castellana modificó sus estrategias para aprehender lo que poseían de autónomos los primitivos intentos de autorregulaciones locales en el siglo XIII. Con posterioridad, el rey Alfonso XI decidió dar un paso decisivo y reunió las cortes en la villa de Alcalá de Henares en febrero de 1348, para obtener el certificado de posesión de las llaves que le abrían la puerta del futuro. El Ordenamiento de Alcalá inició la regulación del conjunto de normas a las que se debía adaptar el ritmo de los procesos venideros. A través de un conjunto de oficiales, encabezados por corregidor y regidores como figuras más relevantes del nuevo sistema concejil, se establecía un régimen de vigilancia inmediata que permitía continuar con la política normalizadora, pero desde un cabildo fiscalizado en muchos de sus actos singulares y colectivos. En cualquier caso, la potestad de ordenanza quedó a partir del siglo XV como el único sistema de manifestación legislativa que los concejos pudieron expresar[10]. El siglo XVI supuso la imposición de una vigilancia férrea de la citada potestad por medio de la revisión de toda la producción normativa concejil por el consejo real[11].
Los investigadores, siguiendo las estructuras administrativas de los ayuntamientos decimonónicos, han dividido los objetivos del intervencionismo municipal en secciones de actuación, presentando para ello diferentes cuadros de análisis como medio de acercamiento en los que destacan dos bloques, policía urbana y policía rural[12]. En este caso se concentrará la atención en lo que se ha dado en llamar policía urbana, que acogía un complejo campo de acción en el que se incluirían el urbanismo, el orden público, la limpieza, la educación o la sanidad, entre otras políticas concejiles encaminadas al bienestar de la población. Por medio de estas ordenanzas se pretendía regularizar los sistemas de limpieza y salubridad urbana a través del ejercicio preventivo y en su caso, de la resolución del problema. En sus preceptos se puede alcanzar un indiscutible apoyo para conocer mejor ciertas imágenes de las ciudades bajomedievales y de comienzos de la Edad Moderna[13].
El presente análisis intentará analizar los inconvenientes que presentaba el aderezo callejero, las soluciones propuestas para su mejora y los medios para alcanzar la solución. Por ello, se han elegido un grupo de poblaciones que respondían a ciertos parámetros con el objetivo de observar, a través de los variados ordenamientos de policía urbana, los principales objetivos a procurar, junto con las infraestructuras y mecanismos necesarios para la mejora del procedimiento de limpieza e higiene. En el ámbito geográfico se ha determinado intencionadamente el trazado de una línea que, sin salir de los dominios de la corona castellana, comenzaría en la zona Burgos-La Rioja y acabaría en territorio andaluz, y en cuyo recorrido todas las provincias fueran limítrofes y tuviesen al menos un ejemplo. Se ha planteado una posibilidad de análisis que ensayaba llamar la atención sobre diversidades, pero que con toda seguridad contribuirá a dar algunas contestaciones en desiguales zonas castellanas. Por otro lado, las muestras urbanas elegidas lo fueron, sobre todo, por poseer legislaciones específicas que presentasen variados capítulos concernientes al tema de la limpieza y la salubridad.
El recorrido cronológico se ha ceñido a los siglos XIV-XVI, por medio del cual se constatarán los cambios, permanencias o similitudes a los que asistieron las localidades analizadas en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. Finalmente, otro de los motivos de elección de dichas poblaciones radica en la conservación de algún conjunto de ordenanzas que presentase variados capítulos sobre el objeto del estudio. Como colofón se deberá concluir si fue posible alcanzar la pulcritud ciudadana por medio de las normalizaciones presentadas.
El crecimiento demográfico fue el modelo casi común de las ciudades utilizadas en este ensayo. Con dicho incremento se alejó de sus calles, si alguna vez lo hubo, el concepto de salubridad. Esta situación propició una concatenación de hechos emanada de ciertas impericias de los concejos y de algunos comportamientos poco responsables por parte de los vecinos y moradores hacia el conjunto de la comunidad: Inacción y desobediencia, dos componentes que unidos resultaban un combinado peligroso[14].
Es manifiesta la pasividad legislativa que sobre dicha cuestión revelan los primeros gobiernos locales, tal vez ocupados en cuestiones más significativas. Efectivamente, solo acudían al complicado escenario de la mejora de la limpieza y el consiguiente ornato de sus urbes en los momentos álgidos de la vida del municipio, tal como alguna visita regia o de cierta relevancia, junto con las variadas celebraciones religiosas, encabezadas por la inexcusable fiesta del Cuerpo de Cristo[15]. Por otro lado, la ciudadanía practicaba un patrón de conducta repetido en la experiencia cotidiana. Un estilo de vida que conllevaba problemas de higiene con sus graves secuelas sobre la fortaleza del sistema municipal. De modo general, no será hasta un tiempo posterior cuando, en plena confirmación del citado incremento sostenido de la población, la mayoría de los cabildos intentarán solventar una molestia que ya exteriorizaba cierta gravedad[16]. Entre otras soluciones, se decidió experimentar a través de algunas vías de enmienda. Una principal de prevención, por medio de prohibiciones y castigos, junto con una posterior de tratamiento de los residuos, igualmente afianzada en las sanciones. Para ello expidieron continuas legislaciones donde la limpieza no fuera una competencia menor sino la recreación de un nuevo sistema de convivencia alejado de la suciedad acostumbrada en las vías de las localidades medievales.
Se ha de entender a la vista de las normativas que la ciudadanía, después de un tiempo largo de dejadez en la pulcritud, acometía algunos atropellos antihigiénicos con demostrada naturalidad. Resultaba habitual ensuciar la calle con todo tipo de restos, utilizar indebidamente el agua de fuentes y pilares, permitir que por las vías urbanas discurriesen ganados o que se derramasen líquidos contaminantes, además de consentir que los escombros de algún edificio entorpeciesen el paso de personas, animales y carruajes, junto con otras arbitrariedades que envilecían la existencia de los habitantes. Por ello, cuando un cabildo municipal decretaba unas ordenanzas de policía urbana, encaminadas a la corrección de los indiscutibles vicios respecto a la higiene ciudadana, resultaba fundamental la severidad en la enmienda para lograr rectificar los citados yerros. Las soluciones, siempre escritas, se debían concretar por medio de una aplicación práctica que generalmente dependía de la destreza de la oficialidad del concejo. Almotacenes o alguaciles se encargaban de hacer cumplir la norma. Así, por medio del fomento de la denuncia y el apremio en el cobro de las cantidades establecidas en las penas propuestas, se conseguía dar respuesta a una casuística diversa.
Para hacer viable esta hipótesis de recuperación del aderezo callejero, el regimiento ha de disponer de unos medios, principalmente humanos, que deberán ejercer el control sobre una población a la que habría que acostumbrar a cumplir con determinadas normas. La eficacia de aquellas instrucciones sería el objetivo más sobresaliente dentro de todo el sistema que ensayaba el gobierno local, que necesitaba un colectivo de oficiales bien adiestrado y dispuesto a corregir los problemas cotidianos por medio de un servicio de vigilancia y enmienda, que indudablemente había de ser proporcionado al número de habitantes de la ciudad.
Entre los diversos propósitos a conseguir se han de acentuar como más reseñables los referentes a la pureza del agua, tanto las fuentes destinadas a la ingesta humana como los pilares, para otros menesteres caseros, incluyendo aquellos tramos de ríos o corrientes menores que atravesaban la ciudad, o los bordes de los arrabales más cercanos al contorno del caserío[17]. En su proyecto las mejoras tendrían que pasar por medidas radicales que pretendían mejorar la higiene por medio del control de aquellos trabajos más contaminantes de las calles principales[18]. Así pues, los carniceros y tintoreros, que necesitando agua para su cometido, la ensuciaban indefectiblemente y arrojaban sus desechos líquidos en cualquier espacio generando un crecido nivel de contaminación con repulsivas consecuencias para los vecinos, deberían ser apartados de la convivencia vecinal. A la par, habrían de preocuparse por el tratamiento de la inmundicia resultante de los diferentes tipos de ganado que habitaban dentro de la ciudad. Dichos perjuicios podían provenir de las porquerías producto de su continuo tránsito por la zona poblada, o de actuaciones posteriores de sus dueños, como la incineración del estiércol.
Otra actividad poco edificante era la mala práctica desplegada en la evacuación de basura común, así como el depósito de enseres deteriorados procedentes de las casas que, junto con el abandono de los animales muertos en las arterias de tránsito, transformaban las mismas en auténticas porquerizas. Evidentemente, la actividad diaria de cualquier hogar provocaba, al igual que hoy en día, molestos residuos que era necesario desechar, pero en los siglos medievales la solución pasaba por arrojarlos fuera del hogar, muchas veces en la misma puerta de la residencia. Del mismo modo, cualquier objeto inútil que molestase dentro de la casa sufría el mismo destino, aumentando la confusión en el tránsito de personas por vías, invariablemente estrechas.
Las ciudades siempre tuvieron un gran atractivo por la posibilidad de comenzar nuevas vidas, de modo que se fueron ampliando las zonas habitables por medio de numerosas casas que fueron erigidas de manera precaria con materiales de escasa calidad y poco resistentes. Estas moradas, ante cualquier eventualidad de fuego incontrolado, acababan por desaparecer debido a que ardían con facilidad. Por otro lado, a pesar de que se acostumbraba regular la defensa contra el incendio urbano, no suelen aparecer como preceptos comunes en todos los corpus de ordenanzas, aunque se consideraba un peligroso deterioro.
Los concejos no pretendían con su nueva política la obtención de un equilibrio ecológico, cuyo significado y consecuencias desconocían, sino la mejora de una coexistencia saludable que en el siglo XIV parecía imposible de conseguir. Partiendo de estos supuestos, es normal que se considerara fundamental insistir en el sistema punitivo que preceptivamente sustentaba cualesquiera normativas locales en el medievo y que en previsión del largo camino fuera el mejor atajo.
El agua potable ha sido el elemento capital que ha garantizado la subsistencia del ser humano. Los humanos han procurado domar los nacientes del preciado líquido en su beneficio y, cuando no ha sido posible han instalado sus casas cerca de las corrientes de agua. Se puede afirmar que su necesidad es tal que, en cualquier época, se superpondría al resto de los alimentos. En la Edad Media su falta de calidad acarreaba, en no pocas oportunidades, la presencia de enfermedades, por lo cual era necesario un alto grado de protección de las fuentes, pozos, manantiales o cualquier otro punto donde se pudiese obtener cotidianamente para uso humano[19].
En 1515, el concejo de la villa de la Alberca determinó que en las distintas fuentes de la villa no se hiciesen cosas indebidas bajo la pena de un cántaro de vino para el concejo[20]. En el apartado CXI de las mismas ordenanzas se hacía hincapié en la prohibición sobre las diferentes maneras de ensuciar las fuentes, incluyendo que se arrojasen mozos durante los juegos de Navidad, siendo multados los autores con cien maravedís. En la misma pena caían aquellas personas que daban de beber a cualquier animal[21].
En Baza, en 1533, la multa por meter aparejos de cocina en las acequias sumaba trescientos maravedís[22]. Por otro lado, tal como se demuestra por la normativa de la villa de Villalba, en la actual provincia de Badajoz, en 1549 la necesidad de disponer de agua en buenas condiciones era tan perentoria que estaba por encima de los riegos en una tierra tradicionalmente poco favorecida por las lluvias. Para cuidar la limpieza y abundancia del agua para uso humano, se prohibía que ni de día ni de noche se sacase agua del cauce que iba hasta el pilar, ni del pilar mismo, para regar árboles y hortalizas, ni cualquier otro producto, so pena de doscientos maravedís[23]. En Solana de los Barros, a mediados del siglo XVI la multa por lavar utensilios domésticos ascendía a cien maravedís[24]. Igualmente se penaba meter hierros o arrojar piedras en fuentes o cursos de agua potable con cincuenta maravedís[25].
Así pues, la mayoría de los concejos determinaron una serie de instrucciones que preservaran el máximo nivel de pureza, llegando a normalizar cuestiones aparentemente menores, como qué tipo de receptáculos eran los adecuados para la obtención del agua en las fuentes, de modo que cualquier objeto que no estuviese en condiciones de limpieza aceptables o que se utilizase para menesteres poco apropiados para la higiene, quedaba prohibido para su uso. El objetivo principal era evitar la cercanía de objetos o sustancias contaminantes a los lugares de suministro, por ello en primer lugar se dictaminó que las calderas y otros objetos usados en la preparación de refacciones no se pudiesen meter para ser limpiadas en las fuentes, pilares o pozos cuyo objeto fuera el abasto de agua bebible[26].
Por otra parte, el lavado de paños u otras prendas en las cercanías de las fuentes estaba muy controlado, por ejemplo en Villalba, dentro de las citadas ordenanzas, la distancia mínima exigida era de 30 pasos dentro del curso del agua, so pena de cien maravedís[27]. En la villa de Solana el trecho ascendía a 50 pasos, pero la punición era la misma[28]. En Cañete de las Torres las multas eran menores porque en la segunda década del siglo XVI todavía se multaba con apenas doce maravedís por introducir en los pozos de agua bebible cántaros u otros recipientes que se hubiesen utilizado para contener mosto o leche. La misma pena se imponía si se hacía con calderas o vasijas manifiestamente sucias. Igualmente se castigaba a aquellos que sacasen agua de los pozos con ollas sucias con la intención de darla a beber los animales o para limpiarlos o curarlos[29].
También se vigiló que aquellas ocupaciones que diesen lugar a residuos contaminantes estuviesen ubicadas aguas abajo de las localidades. Como ejemplo en Villatoro, en la actual provincia de Ávila, donde en 1503 prohibieron que aguas arriba del río se lavasen paños, tripas o echase suciedad bajo penas de veinte maravedís[30]. Lo mismo sucedía en Segovia en 1514, cuando se ordenó que no se lavasen paños ni tripas de animales, ni se echase suciedad alguna río arriba[31] Esta solución conllevó en ocasiones graves consecuencias para otros moradores aguas abajo en las orillas que se sentían perjudicados por esta situación[32].
Las vigilancias alcanzaban asimismo a las actividades aledañas a las corrientes de agua, de modo que en Villalba llegaron a prohibir que se construyese ningún pajar, ni se vendiese paja, ni se hiciese era, ni el lugar donde durmiese el ganado estuviese a menos de cien pasos de las fuentes y pozos por donde saliese el agua para beber, siendo penados con doscientos maravedís cada vez que lo incumpliesen[33]. En Solana se prohibió hacer eras a menos de 300 varas de medir de cualquier fuente bajo la multa de doscientos maravedís[34].
Una cuestión estrechamente relacionada con el suministro de agua potable era la referente al lavado de ciertas plantas que precisaban de agua limpia en elevadas cantidades. La principal era el lino, herbácea de las familias de las lináceas, porque con el tratamiento de su tallo podían fabricarse algunas prendas, mientras que de sus semillas prensadas se podía obtener la llamada linaza, que podía utilizarse como aceite o como harina. Es de entender que se trataría de una producción intensiva que, en cuantiosas ocasiones, acarreaba malestar en la práctica de la vida cotidiana.
En la villa de Plasencia a mediados del siglo XVI el lino se había convertido en un problema porque existía un crecido porcentaje de cultivadores que trataban la planta de modo irregular. El concejo determinó en 1549 que no se pudiese machacar en las calles de la ciudad bajo pena de dos reales, uno para el acusador y el otro para el juez, para evitar que los restos líquidos ensuciasen el empedrado[35]. Sin embargo, no había ningún problema por hacerlo dentro de las casas. En Baza, quince años antes, se había planteado el mismo inconveniente y para solucionarlo se determinó que no se espadara lino en las calles, excepto en aquellas que no tuviesen salida o fueren poco concurridas, bajo sanción de cien maravedís[36].
La más grave de las dificultades que se ocasionaban por el cultivo del lino y su contacto con el agua se producía en el momento de enriar la planta, es decir, en el instante de lograr la fermentación o maceración de la misma dentro del agua con objeto de separar la fibra en forma de haces del tronco que no tenía aplicación práctica. En Plasencia era común durante este proceso que se utilizaran pozas que se habían construido dentro de las huertas, por lo que el nivel de contaminación del agua en dichos marjales era elevado. El agua se cambiaba por otra más limpia y la contaminada acababa en el río, lo que igualmente ocurría cuando llovía y el líquido estancado acababa desbordándose. Además, el agua detenida se filtraba por la tierra de las huertas, que ordinariamente se dedicaban a la cosecha de vegetales, con el consiguiente peligro para su cultivo y posterior consumo. La solución que procuró el concejo de Plasencia en sus ordenanzas de 1549 pasaba por cegar las pozas que estuviesen en los citados plantíos y, al mismo tiempo, prohibir expresamente que se volviesen a abrir otros nuevos pozos bajo la punición de seiscientos maravedís por cada uno que se hallase, dedicando lo recaudado a la reparación del puente sobre el río Jerte[37].
En la citada Villalba, situada a las orillas del río Guadajira, también se criaba lino en altas proporciones. Como se ha visto, la actividad del enriado era complicada por la suciedad que generaba, de modo que el concejo de dicha localidad estableció dónde y cuándo se podía llevar a cabo, sancionando con quinientos maravedís a todos aquellos que lo hiciesen fuera de tiempo o de lugar, además de la pérdida del lino apresado por los oficiales del concejo. El concejo presentó a la consideración del señor de la villa, el conde de Feria, algunas normas pactistas que permitieran la convivencia entre los artesanos del lino y los habitantes de las calles donde se trabajaba. De modo que se consentía trabajar el lino en las calzadas con el requisito de limpiarlo en el mismo día[38].
En Córdoba, las aguas del río Guadalquivir estaban vigiladas para que los lineros no trabajasen sus haces en las mismas, sobre todo en el tramo que iba desde el puente Mayor hasta el puente de Alcolea. En 1435, por medio de las ordenanzas de Garci Sánchez de Alvarado, el correctivo ascendía a sesenta y dos maravedís, una cifra atípica que respondía a cincuenta maravedís para la reparación de los adarves y doce para el mayordomo. Conjuntamente, al incumplidor se le tomaba la quinta parte del producto que estuviese cociendo[39]. Finalmente, como ejemplo de lo que sucedía en el centro peninsular, se puede señalar que en la localidad de Villatoro, a comienzos del siglo XVI, únicamente se permitía enriar lino en unos lugares determinados del cauce del río Adaja, quedando prohibido que se hiciese en cualquier otro lugar bajo la multa de 200 maravedís y que a los infractores se les echase el lino a la tierra[40].
Por otro lado, el agua proveniente del interior de las casas solía estar contaminada por diferentes productos y suciedades y, por lo tanto, no debía dejarse correr libremente a excepción del agua de lluvia. En Cañete se proyectaba acabar con las evacuaciones de aguas sucias al viario común. En las ordenanzas de 1520 adoptaron una solución que obligaba a que los caseros que tuviesen pozo propio hiciesen un sumidero dentro de la misma casa, por el cual se desharían de las aguas sucias[41].
Es interesante revisar el funcionamiento de algunos negocios particulares o municipales cuya tarea propiciaba la creación de una serie de desperdicios que ensuciaban la calle y entorpecían el libre tránsito. Indudablemente el régimen local no podía dejar de lado un asunto de esta importancia y se encargaba de vigilar a los culpables de tales oficios intentando que procurasen una mejoría en el ejercicio de sus actividades. No era fácil conseguir que los artesanos o comerciantes adquiriesen una conciencia clara sobre algo que, en aquel tiempo, no era indispensable. Efectivamente, establecer un concepto pedagógico sobre la preservación del medio no resultaba sencillo, cuando los habitantes de dicho entorno apenas podían entender una perspectiva de cambio en el ámbito rural, y lógicamente, mucho menos en el paisaje urbano.
Al analizar la vida diaria de una ciudad medieval se observa que la basura callejera puede tener cualquier origen. Las actividades comerciales y sus dinamismos de producción, custodia y venta de manufacturas propias o de fuera de la población solían producir residuos que contaminaban tanto la vía donde estuviese ubicado el negocio como los alrededores del mismo. Los modelos de pulcritud presentes en la norma habían de adecuarse a cada tipo de suciedad, por lo que se debían diferenciar los contenidos y sus objetivos desde el momento de su redacción. Solo así se podía entender el modo de legislar, muy atomizado, en una materia tan delicada como es la salvaguardia de la limpieza ciudadana. Se ha elegido para este análisis parcial de los oficios escasamente pulcros dos actividades habituales, tintes y carnicerías, que aparecen como conocidas productoras de desperdicios y que no solían faltar en los centros de población.
Los tintoreros siempre fueron considerados practicantes de un oficio de baja consideración y grandes quebrantadores de normas por la peculiaridad del negocio[42]. Las fuentes locales invariablemente hablan del escaso respeto que tenían sobre el medio ambiente y sobre el engaño a los clientes[43]. Así pues, estuvo minuciosamente reglamentado y se insistió mucho desde los gobiernos concejiles en fiscalizar la ubicación de esos negocios para evitar que la suciedad proveniente de las ingentes cantidades de agua que acompañaba sus labores perjudicase a la vecindad[44].
En 1457, el concejo de Riaza dictaminó con claridad la situación de las calles donde debían estar radicados los tintes que, por medio de la redacción de la ordenanza, se modificaban en general. Todos aquellos que no se trasladasen debían cerrar en el plazo de cuarenta días desde la promulgación de la disposición bajo la inusitada pena de diez mil maravedís[45]. En Madrid, en 1491, una Real cédula obtenida a instancia del concejo, obligaba a las tenerías a instalarse fuera de las zonas pobladas[46].
En Córdoba, en las llamadas ordenanzas de los Reyes Católicos, promulgadas entre 1498 y 1502, se ordenaba por medio del capítulo CXXX que los tintes no podían estar en calles transitadas debido a su continua producción de agua contaminada, humo y calor[47]. Por ello, sólo podían instalarse en las carreras de mayor anchura o en lugares donde no molestasen a los vecinos. En caso de que no encontrasen un local que cumpliese lo regulado se les exigía que saliesen de la ciudad y se instalasen en la ribera del río Guadalquivir[48]. La pena por derramar aguas tintadas ascendía en 1501 a la crecida cantidad de seiscientos maravedís[49].
En otro orden de cosas, los carniceros se dedicaban al sacrificio de aquellas especies de animales que el ser humano ha consumido tradicionalmente, por ello desempeñaban un trabajo de gran utilidad en el conjunto de la alimentación cotidiana. La mayor parte de sus productos eran aprovechables, pero igualmente se generaban algunas cuantías de impurezas tendentes a la putrefacción, por lo que la limpieza de tan delicado negocio debía estar vigilada con esmero.
En Toledo, en los albores del siglo XV, se penaba la suciedad de los tajones con setenta y dos maravedís. Además les obligaban a limpiar las tablas de la carnicería con agua y estropajo[50]. En Córdoba, unas décadas después, en 1435, se multaba con 12 maravedís a los carniceros que no limpiasen cada semana el corral, las tablas y la calle[51]. En Villafranca de Córdoba se prohibió un siglo más tarde, en 1541, que los particulares pudiesen matar las reses de su propiedad en su casa o corral, por lo que se veían obligados a llevarlas a los carniceros que eran los únicos facultados para esa ocupación. Cuando el matarife acababa su labor, el cuidado de lo ensuciado debía realizarse a cargo de los propietarios del animal. Además se obligaba a las carnicerías a realizar una limpieza semanal los sábados bajo pena de doce maravedís[52].
Las reses vacunas eran atadas a las puertas de las carnicerías por medio de los cuernos o de las pezuñas en espera de su sacrificio. Esta costumbre, no muy acertada, acarreaba desperfectos en paredes y puertas además de dificultar la circulación de las personas. Así lo entendieron en Cañete en las ordenanzas sobre ganados de 1520, por medio de las cuales se prohibió la práctica de amarrar dichas reses para evitar los trastornos[53]. Por el contrario, en 1512, se penaba en Cartaya con quinientos maravedís a los que soltasen vacas o bueyes atados a las carnicerías[54].
Una vez sacrificada la res, lo común en cualquier lugar, era que fuera utilizada hasta el último gramo de su carne y el último centímetro de su piel. El descuartizamiento era únicamente el primer paso hacia el completo uso de todas sus partes. Las grandes piezas de carne se destinaban al consumo directo, mientras que el cuero, las vísceras, orejas, pezuñas, sebos o cualquier otro producto que se pudiese aprovechar, era adquirido por una aglomeración de oficiales menores que sobrevivían de los remanentes. Triperas o menuderos estaban entre los más beneficiados, adquiriendo las vísceras para la realización de morcillas, chorizos o longaniza. Un buen modelo de estas actuaciones se puede observar en las ordenanzas de Antequera de 1531, donde se normaliza el procedimiento que habían de seguir los interesados en la casquería o los corraleros que se llevaban los sebos y corambres para posteriores reventas[55]. Por otro lado se prohibía a los carniceros que entrasen en los corrales donde estaban depositados estos productos[56]. Todos ellos debían estar controlados por la normativa para evitar potenciales incumplimientos de la escrupulosidad aconsejable[57]. En dicha ciudad se prohibía, bajo pena de 200 maravedís, que los menuderos se llevasen los bofes o la sangre de las vacas, cabras o carneros, porque era costumbre que toda esta mercancía se entregase a los pobres[58].
Los huesos de los animales sacrificados resultaban poco rentables para ninguno de los anteriores interesados en dicho negocio, por lo que en ocasiones se abandonaban en los alrededores de la dependencia. Los perros encontraban en dichos despojos un seductor alimento que acababa por originar peleas caninas y la consiguiente suciedad. Para acabar con esta situación se ordenó en Córdoba el año 1435, que los carniceros debían echar los huesos en una banasta para sacarlos los miércoles y los viernes fuera de la ciudad[59]. Además se hacía patente que en ningún caso debían arrojarse a la vía pública, bajo un castigo de doce maravedís[60]. En ocasiones, la dispersión de los residuos óseos favorecía que no se averiguase quiénes habían arrojado las osamentas. En ese supuesto, se multaba colectivamente a todos los carniceros que mantuviesen negocio en San Salvador y Santa María, las dos tablas de la ciudad[61]. Esta solución implicaba una aparente injusticia, pero con toda seguridad produciría un incentivo para una reforzada cautela por parte de los interesados.
Un siglo más tarde y ante idénticas situaciones los almotacenes antequeranos corregían a los carniceros por cortar la carne sin llevar puestos los delantales que garantizaban la higiene debida. Una labor tan delicada implicaba una acción directa de los oficiales, aunque es posible que entraran en una cierta complicidad con los carniceros, tal como se deduce de las penas que esa villa aplicaba a los vigilantes que no sancionaban los incumplimientos de los cortadores[62]. Igualmente se velaba para que no llevasen perros al matadero antes de que la carne se romanease, bajo sanción de cien maravedís[63]. Se observa una vigilancia obstinada que, reforzada por las penas, permitía ciertas correcciones, pero que con toda seguridad no conseguiría acabar con las irregularidades de forma permanente.
El sistema concejil pretendió reordenar la mala praxis consecuencia de la coexistencia de animales y humanos dentro de las viviendas, hábito tan arcaico como complicado de erradicar. Se han de destacar al menos cuatro especies diferentes. Los animales de tiro, generalmente mulas y asnos, que resultaban convenientes para el acarreo de materiales y de personas; las aves necesarias para la producción de los huevos como alimento indispensable; los perros que resultaban útiles en desempeños campestres; y por último, los cerdos, muy apreciados por la venta de sus productos alimenticios.
Los equinos se alimentaban dentro del corral o en sus tránsitos por el campo cuando se trasladaban con pastores o acarreadores, siendo objeto de tempranas ordenanzas rurales, como se observa en la madrileña villa de Santorcaz, el año 1295[64]. Gallos y gallinas comían en los corrales de casas de vecindad, saliendo a veces a comer basura en las mismas calles. Debido a la escasa incidencia de ambas especies en los problemas de limpieza urbana corporativa, apenas son citadas en los ordenamientos municipales de policía urbana.
Lo mismo sucedía con los perros que solían acompañar la vida familiar, entrando y saliendo de las moradas sin demasiado orden. De hecho, su alimentación se hacía a base de desperdicios obtenidos cuando transitaban por las calles. Pero, por la idiosincrasia vital de dichos lebreles, las normativas que regulaban su comportamiento en la vida urbana resultan sobrias. El mayor problema sucedía a su muerte, cuando algunos de ellos quedaban abandonados en cualquier lugar con grave perjuicio para la salud de los vecinos.
La conducta negativa de los canes se desarrollaba con mayor frecuencia en el entorno rural, principalmente en el espacio de las viñas. A comienzos del siglo XV, en Carbonero el Mayor, ya perseguían a mastines y galgos por sus detrimentos en las vides, y se obligaba a sus dueños a que llevasen campanillo y garabato bajo multa de dos maravedís de día y cuatro, si era de noche[65]. En las ordenanzas de Loja de 1503 se habla explícitamente de los deterioros ocasionados en las viñas cuando los racimos se hallaban creciendo. Por ello se obligaba a los dueños que les colocasen cencerros y garabatos. Si no los llevaban, el propietario de la viña podía acabar con sus vidas sin estar penalizado por ello[66]. En Baza, años más tarde, en 1533, los animales manifestaban similares costumbres y su regimiento determinó, al igual que en Loja, que los dueños de los viñedos pudieran matarlos sin pena alguna[67].
El mundo medieval no conoció una elevada producción de explotaciones porcinas al uso actual, sino una extendida crianza de traspatio. No obstante, los marranos generalmente se criaban en el campo controlados por porqueros que vigilaban su cuidado y alimentación, aunque ésta se veía complementada por escapadas callejeras donde pacían desenvueltamente. El concejo vigilaba igualmente que no se hiciesen zahúrdas o pocilgas en las calles por ser lugares hediondos que perjudicaban a los transeúntes, tal como decretó el concejo de La Alberca en 1515 bajo una pena de cien maravedís[68]
A comienzos del siglo XVI, se exigía en Villatoro que se tomase porquero para que recogiese los animales a toque de bocina siempre a la hora de misa de prima. Pasaban el día en el campo y eran devueltos en la noche con análogo aviso[69]. Medio siglo más tarde sucedía algo semejante en Plasencia. El porquero esperaba en la puerta de Trujillo desde el amanecer hasta la misa de prima para después llevarse los animales fuera de la ciudad. Además, el concejo placentino dictó una disposición complementaria por medio de la cual dichos animales no podían ser criados por el dueño, sino que debían entregarse todos los días al porquero para que éste se encargue de su cuidado, recibiendo una soldada por ello[70]. En este caso había una salvedad, que se amparaba en la promesa del dueño de que los tendría en su casa todo el tiempo sin que saliesen a la calle. El gobierno local acordó permitirlo, pero ello no excusaba a los dueños de pagar el salario del porquero. Semejante condición se planteó por similares fechas en Solana de los Barros, donde los propietarios que alegaban el cebo casero para que los animales no saliesen de su propiedad debían abonar igualmente su tasa al porquero[71]. En Baza, la pena ascendía a doce maravedís por cada uno de los cerdos que deambulasen sin destino fijado[72].
Cien años antes, a mediados del siglo XV, el regimiento cordobés ya había considerado que el excesivo número de puercos que deambulaban por las calles de la localidad suponían un deterioro del hermoseo de la misma, junto con las molestias que se generaban por el mal olor y las porquerías que éstos producían[73].
Remediar estos hechos pasaba por sacar un porcentaje de estos cerdos fuera de los limites urbanos. Evidentemente, su absoluta falta de compostura no disminuía, aunque salieran fuera de la población, ya que andaban en grupos por ejidos, huertas y viñas, comiendo y destrozando verduras, hortalizas y racimos con su característico sistema de rebuscar subsistencias. Estos y otros escenarios favorecían que su presencia en la calle se transformase en un continuo problema que había que solucionar. Pero en algunas ocasiones, al ser expulsados del viario urbano, acababan trasladando los inconvenientes, tal como pasó en la citada ciudad de Córdoba en los años finales del siglo XV, cuando se obstaculizó su permanencia por los alrededores de la ciudad, aunque se tuvo en consideración el número de animales que deambulasen juntos. Por ello, en el llamado Campo de la Verdad, un terreno situado frente a la mezquita en la curva del río Guadalquivir, se multaba con trescientos maravedís la piara de menos de veinte bestias y con el doble si pasaban esta cifra[74].
La resolución del problema se mostraba embrollada por los diferentes intereses que podían contraponerse. Así pues, este asunto ya se suscitó en la misma ciudad en 1435, cuando se consideró que la mejor providencia pasaba por acotar el número de animales que podía tener un solo dueño, que finalmente fue fijado en tres por cada casa. Una vez establecida dicha limitación, tanto en número como en movimiento de los puercos, se meditó que la sanción que debía ser impuesta sería de un maravedí, una cifra ciertamente exigua para tan arduo problema[75]. Esta normativa tal vez escondía una política de doble cara, porque si bien limitaban el número de animales y los desplazamientos de los mismos, no lo hacía con la contundencia requerida, ya que la infracción quedaba sancionada por medio de una pena absolutamente simbólica que franqueaba la puerta a la contumacia infractora.
La misma preocupación sobre la limitación del número de puercos preocupaba en Plasencia, cuando en 1549 el cabildo prescribió que ningún vecino poseyese, ni en la ciudad ni en los arrabales, más de dos puercos en edad de ser cebados[76]. Igualmente se disponía en contra del movimiento libérrimo de los animales, señalando la cantidad de seis maravedís por cada vez que un cerdo fuese encontrado merodeando por las calles. Pero tras una lectura más detallada se observa que existen varios preceptos que endurecen la pena. De tal modo que, si un animal suelto entraba en una casa ajena, el dueño podía matarlo sin ningún castigo[77]. Igualmente, si los oficiales del concejo lo encontraban por la calle lo podían matar allí mismo, repartiéndose la mitad para el que lo matase y la otra mitad para el concejo. Es de entender que estas normas propiciaban entre los vecinos la búsqueda del cerdo callejero, pues el beneficio era mucho y no existía penalidad.
Estas cuestiones se revelan generalizadas. En la villa de Loja se produjeron altercados a causa de los cerdos que franqueaban las calles camino de sus lugares de residencia o en busca de comida. Por ello, en la ordenanza LII del libro noveno se arremete contra el grave desorden que acontecía cuando los cerdos, además de perjudicar el ornato ordinario, entraban en las casas y cometían todo tipo de desperfectos. Por ello, a comienzos del siglo XVII se decidió elevar el importe de la pena hasta los trescientos maravedís por cada puerco que estuviese en la calle de modo incontrolado[78]. Los propios redactores del reglamento reconocen que estos hechos no eran fortuitos, sino que estaban potenciados por las normas anteriores que habían marcado unas penas muy sobrias, tal como se ha visto para Córdoba, por lo cual los dueños de los animales hacían caso omiso, porque salía más barato pagar la multa que preocuparse del alimento.
En Madrid, la estancia de los cerdos deambulando por las calles y perturbando con sus defecaciones el paso de los viandantes sufrió continuas restricciones, hasta el punto que el concejo llegó a permitir a los vecinos afectados que los matasen y se aprovechasen de los productos resultantes. Los dueños de los puercos no recibían ninguna compensación por la pérdida del animal y al mismo tiempo se les imponía una pena severa para compensar los destrozos que hubiesen realizado mientras merodeaban por las correderas. Penas que estuvieron en vigencia desde 1487 hasta 1529[79]. En el año 1400 en Toledo a los amos de los cerdos se les imponían unas sanciones en escala, la primera vez, se castigaba con cinco maravedís, la segunda con diez y por la tercera con quince. Pero si eran vistos en más oportunidades los fieles podían matarlos[80].
En la ciudad de Córdoba, en enero de 1500 se pregonaron unos preceptos que prohibían terminantemente que anduviesen los puercos por las calles bajo la amenaza de matar al que así fuese encontrado, cualquiera que fuese su edad[81]. En 1531 se insistía en Antequera sobre la conveniencia de que los vecinos no pudiesen criar cerdos en la ciudad, excepto que los mantuviesen en casa y atados. Si los encontraban por la calle, el dueño era culpado con trescientos maravedís[82]. En Plasencia, veinte años después seguían vigilando los cerdos propios que deambulaban por las afueras, pero igualmente aquellos que marchaban en tránsito. Estos últimos solían ir en piaras por lo cual tenían absolutamente prohibida la entrada en la ciudad, pero podían permanecer por los arrabales por un tiempo máximo de tres días, durante los cuales tenían libre acceso a los pastos y a beber agua del río[83].
Los animales que no residían en las poblaciones debían pagar una tasa. Existían dos salvedades que estaban exentas de pago, en los supuestos de la necesidad de esquilar el ganado lanar o cuando había que herrar a las caballerías, aunque originaban variados deterioros al ocupar las calles impunemente. Por una medida redactada en las normativas de 1533, la villa de Baza prohibía que se les esquilase en las calles principales bajo pena de trescientos maravedís[84].
Los muladares fueron tradicionalmente lugares donde se acumulaba el estiércol, es decir, terrenos muy sucios plagados de inmundicia, mal olor y de cuantiosos insectos. Estos terrenos asimismo servían como basurero general donde se arrojaban todo tipo de desperdicios, aumentando de este modo el considerable hedor que ya existía. El crecimiento de las urbes sobrellevaba la proliferación de sumideros en variados ámbitos de cualquier barrio, con el consiguiente perjuicio para el colectivo ciudadano.
Una de las mayores preocupaciones del concejo sobrevenía del establecimiento de los susodichos estercoleros. La intención de los gobiernos locales era el control de su ubicación implantándolos en solares concretos, preferiblemente alejados de las casas y de los términos concurridos. Infelizmente, la realidad se imponía y los vecinos arrojaban las basuras en los lugares más insospechados, desde las puertas de sus viviendas, en medio de cualesquier calles y plazas, en los cauces de los arroyos o en las zonas colindantes a la muralla. Los oficiales concejiles se encontraban ante un duro trabajo en su intento de encauzar una práctica que se antojaba tan enraizada como difícil de corregir. Efectivamente, en casi todas las villas y ciudades se pasaba por estas vicisitudes. Las leyes dictadas se perfilan muy similares en todas ellas y las propuestas solucionadoras no diferían en demasía. El concejo proponía unas medidas concretas, nacidas en la más pura de las lógicas, y ante su incumplimiento, se aplicaba un castigo por medio de correctivos.
Evidentemente hubo proyectos particularizados e incluso pioneros, sobre todo en las ciudades más relevantes por su situación, número de habitantes o que presentaban una problemática más grave. Así sucedía en Madrid, que con el tiempo sería patrón de prosperidad demográfica, donde la necesidad de establecer una preceptiva pudo plantearse desde su conquista por Alfonso VI[85], aunque las primeras normas contrastadas aparecen en el Fuero de Alfonso VIII de 1202[86]. Posteriormente pasó de ser una población cuyas virtudes se resumían en su situación estratégica como confluencia de caminos, la ausencia de poderes eclesiásticos y nobiliarios selectos que interfiriesen en el poder real, o las bondades de unos cotos de caza cercanos, a tener una enorme relevancia que propició las frecuentes visitas de los Trastámara[87]. De este modo la villa comenzó a cubrir algunas prioridades incrementando la vigilancia y privatizando los nuevos asientos de basura. Después de variados intentos, durante el año 1515, se concertó la limpieza de la villa por la cuantía de las multas más un chirrión para el transporte de la suciedad[88]. En la ciudad de Burgos se licitó de igual modo la limpieza, pagándose diez mil maravedís en 1480. La cantidad fue ascendiendo llegando a igualarse en 1495 por la cantidad de veintidós mil maravedís por un tiempo de dos años[89]. En Plasencia a fines del siglo XV la limpieza estaba desentendida por los particulares, por lo que se arrendaba a un vecino que se obligaba a tener las calles en orden. Su modo de actuación, ciertamente curioso, consistía en vigilar y obligar a los vecinos para que se ocuparan de hacerlo por fachadas de viviendas, garantizando que cada colindante quitase su parte[90]. Los días de fiesta de la ciudad, vísperas de Pascua del Espíritu Santo, Corpus, San Juan, Santiago y Santa María de Agosto, el arrendador se encargaba personalmente de la limpieza de la plaza, pero a costa de los vecinos de la misma que debían pagar la cantidad de tres blancas por cada vez que se hiciese[91].
Otro de los graves problemas era el estiércol, mezcla de excrementos y paja que se producía en cantidades elevadas en las casas donde existían animales. En muchas oportunidades los vecinos optaban por arrojarlo en solares ajenos o en espacios comunes como las murallas o en el paramento de sus casas produciendo daños marginales. Los vecinos siempre se sintieron atacados por estas leyes restrictivas y se quejaban al concejo por no tener lugares donde poder echar las basuras en general y el estiércol en particular. Efectivamente, en muchos lugares renegaban de no poder identificar con seguridad los espacios designados para estos menesteres. Todo ello obligó a los gobiernos locales a señalar eficazmente los lugares receptores de las podredumbres animales y humanas por medio de maderos. En Madrid durante el año 1490, se activó un sistema de señalización acompañado por variados pregones por las calles que quedaban adscritas al vertedero más cercano. Inmediatamente se prohibió echar estiércol o cualquier otro tipo de basura fuera de las estacas puestas por mandado de los regidores, de modo que si se incumplía se multaba al infractor con doce maravedís[92]. Estas actitudes irredentas continuaron sobradamente perseguidas, de modo que una década más tarde, la cuantía de la pena ascendió exponencialmente quedando fijada en el excesivo importe de cien maravedís[93].
En 1512, en la villa de Cartaya se multaba con seis maravedís si era una espuerta de basura o estiércol, pero si echaban alguna carga de basura fuera de los lugares señalados por las estacas se penalizaba con cincuenta maravedís[94]. En Cañete, en la década de 1520, se sancionaba al que arrojaba basura fuera de los lugares señalados con una sanción de doce maravedís que serían pagaderos al almotacén[95]. En Villafranca de Córdoba, en 1541, quedaba igualmente vedado echar basura fuera de lugar, con la salvedad de que, ante el desconocimiento del autor, los doce vecinos más próximos al lugar donde se dejó la basura pagaba cada uno de multa un maravedí[96]. A través de una redacción similar a la desarrollada para la ordenanza de la villa madrileña, se prohibió en 1554 que en Solana de los Barros la basura sobrepasase las estacas del muladar bajo la pena de doce maravedís[97].
La concentración del estiércol y otras basuras en espacios abandonados dentro del perímetro urbano acababa por transformar algunos de estos lugares en muladares ilegales. Tanto en Madrid como en Solana de los Barros, en las fechas señaladas, los promotores de estos vertederos irregulares eran multados con cuatrocientos maravedís de sanción. En Madrid, todos aquellos que resultaban identificados como usuarios de dicho basurero debían limpiarlo a su costa y pagar la pena establecida para los incumplidores de las leyes de limpieza, siendo la mitad para el concejo y la otra mitad para el denunciante.
Con el paso del tiempo los muladares se fueron trasladando fuera de las ciudades para evitar los graves inconvenientes reseñados. Así ocurrió en el ordenamiento de Madrid de 1500 que alentaba a no situar los muladares cerca de las eras que contenían mies[98]. En Villatoro. a comienzos del siglo XVI se decidió que cualquiera que arrojase basura sobre las calles o en otros lugares que no fuesen los muladares señalados debía pagar veinte maravedís, siendo la mitad para los alcaldes y la otra mitad para los fieles. Dichos oficiales estaban obligados a vigilar las calles de manera que pudiesen controlar donde se arrojaban los desperdicios. Una vez encontrados residuos anómalos, el mismo fiel hacía la pesquisa entre los vecinos para indagar quiénes los habían echado en un lugar anómalo[99]. En la villa de Baza, y en la misma línea protectora, se estimulaba por medio de las ordenanzas de 1533 que se hiciese dicho traslado de residuos fuera de la ciudad con la condición de que los depósitos de desperdicios no se situasen en las eras donde se echaba la mies para hacer el pan[100].
En ocasiones los vecinos arrojaban las inmundicias directamente detrás de sus corrales o en las calles. En Madrid a principios del siglo XVI este tipo de infracciones eran censuradas con un real que cobraban los regidores y de cuyo monto salía el dinero para limpiar lo ensuciado. Como es de imaginar, no siempre eran los oficiales concejiles los que detectaban a los incumplidores, sino que se llegaba a su conocimiento por medio de denunciantes que en caso de necesidad habían de servir de testigos[101]. En Solana de los Barros, medio siglo más tarde, se encuentra un articulado equivalente bajo la misma pena de un real[102].
Respecto a la basura común mal arrojada se observan comportamientos análogos por parte de los diversos cabildos municipales elegidos para este ensayo. En Loja, ante el desconocimiento del trasgresor, el almotacén tomaba doce maravedís de fianza a cada uno de los seis vecinos más cercanos a la aparición de la impureza[103]. En Antequera, en 1531, el número de vecinos que el concejo consideraba como implicados ascendía a siete, a los cuales se les ocupaban algunas prendas sin especificar que se depositaban en casa de otro vecino hasta que se resolviese la cuestión. El almotacén y los citados siete vecinos buscaban al autor por espacio de tres días[104]. En Villafranca, unos años más tarde, la solución más común pasaba por multar con un maravedí a los doce vecinos más próximos al lugar de los hechos[105].
En estas poblaciones se puede observar una sagaz estrategia por parte del gobierno local implicando al vecindario en la búsqueda del infractor, porque en el hipotético caso de que no fuese hallado, los de Loja y Villafranca perdían los maravedís que le habían tomado y los de Antequera las prendas. Acabados los vencimientos, nunca largos debido al quebranto que conllevaba la presencia de las porquerías al aire libre, se procedía al aseo del viario. En el supuesto que el culpable fuese hallado, debía reparar los daños y pagar al concejo una multa de doce maravedís. Si el asunto no se resolvía, la gestión de la limpieza corría de cargo del almotacén y se pagaba con las prendas de los vecinos, pero si la cuestión era resuelta se resarcía a los vecinos por medio del infractor[106]. A este respecto resulta significativo el aumento de las sanciones que se dictaron en la villa de Madrid en 1490, ya que se cuadruplicaron llegando a los veinte maravedís[107]. Diez años más tarde, ante la desobediencia incorregible, la penalidad ascendió a los cien maravedís[108].
La escalada persistente hacia la mejora de la limpieza urbana obligaba a los vecinos a ocuparse de sus espacios colindantes. En 1491 en Madrid, se les forzaba a limpiar dichos espacios todos los sábados[109]. Algo similar sucedía en Burgos en tiempos parejos, donde se legisló que cada vecino higienizase el espacio usual que ocupase su vivienda[110]. Lo mismo acontecía en Baza unas décadas más tarde, donde se dictó que cada vecino limpiase su parte una vez por semana bajo multa de 10 maravedís[111].
En un orden de cosas equivalente, se legisló con abundancia sobre una cuestión que resultaba de enorme trascendencia para la limpieza del viario. El abandono de los cadáveres de los animales domésticos o de los desamparados que vagaban por las calles. Por ello en Villatoro, en los primeros años del siglo XVI, se prohibía que ninguna persona fuera osada de echar cernada o abandonar perros, gatos u otros animales muertos bajo una pena de tres maravedís, siendo la limpieza por cuenta del culpado[112]. Ciertamente el hábito de dejar los animales muertos en cualquier lugar de las localidades era tan habitual que hubo que tomar medidas. En Plasencia, a finales del siglo XV, la retirada de dichos animales que hubiesen sido abandonados en la calzada era obligación del limpiador contratado por el concejo[113]. En la primera mitad del siglo XVI se pueden señalar diversos ejemplos, en Solana, a mediados de dicho período, se prohibieron estos desafueros bajo una corrección de tres reales[114]. En similares fechas conoció la ciudad de Baza una redacción de norma similar pero con una cuantía de cien maravedís[115]. Tampoco se podían dejar animales muertos ni en las calles ni a la salida de la villa de Villalba, so pena de cincuenta maravedís y la limpieza a costa del dueño del animal[116]. Del mismo modo aconteció en Cañete, donde los animales abandonados eran de cualquier raza y tamaño, llegando a hablarse de perros, asnos y caballos[117].
En las edades Media y Moderna la mayoría de los incendios urbanos se originaban dentro de las casas debido a la escasa limpieza de los hornos y braseros familiares, lo cual, junto a la basura inflamable acumulada en calles y corrales, suponía una mezcla de gran poder combustible. Los incendios en ocasiones llegaban a extenderse por barrios enteros y alcanzaron a destruir alguna ciudad por completo, como sucedió en Londres en 1666 tras el incendio en una panadería, con las consiguientes pérdidas humanas y materiales[118].
Una vez planteada la propuesta, surge una cuestión lógica. ¿Qué soluciones se aportaron para remediar esta ardua problemática? Los únicos procedimientos viables que diseñaron los gobiernos locales se basaron en una exigua prevención para evitar las propagaciones comunitarias de las quemas. El regimiento bajomedieval y de las primeras décadas de la Edad Moderna mantuvo una permanente vigilia hacia los incendios rurales y urbanos, aunque siempre legisló con mayor amplitud sobre los asuntos que hacían referencia al mundo campestre por ser en estos lugares donde se encontraban los mayores intereses del gobierno local.
Por otro lado, parece plausible que la mayoría de los incendios rurales entrasen en un cierto parámetro de intencionalidad, mientras que los fuegos urbanos se produjesen de un modo más espontáneo respondiendo a un sistema vital de aglomeración de edificios sustentados por materiales fácilmente crematorios. Por ello, cualquier modalidad de combustión destructiva, urbana o rural, requería la atención del gobierno local al resultar desde los tiempos más pretéritos una variante ruinosa para sus presupuestos económicos y políticos[119].
Llegados a la Baja Edad Media, en Córdoba, durante el año 1435, se hicieron unas completas ordenanzas entre las que destacan, a efectos de este apartado, las llamadas de “Corta e quema”[120]. En dicha sección se redactaron veintidós medidas sobre el fuego y sus consecuencias, aunque ninguna de las cuales hacía referencia expresa al incendio dentro de la villa. Curiosamente, en los preceptos correspondientes al almotacenazgo se refleja una excepción que prohíbe explícitamente que se queme estiércol en la calle bajo la multa de doce maravedís que se pagarían al citado almotacén. En dicha norma se recogía la singularidad de poder hacerlo únicamente el día de San Juan, justificándolo en la costumbre que existía en las poblaciones castellanas de poder de quemar objetos[121]. Un sistema de participación social, aún en uso, que se utilizaba como ceremonial en una festividad que había cristianizado el rito pagano del solsticio de verano[122].
En Toledo, en las ordenanzas de 1400, se recrea un escenario donde los incendios eran frecuentes y acababan por destruir las casas afectadas e incluso algún barrio entero[123]. El concejo de Plasencia, ciento cincuenta años más tarde, continúa exponiendo una imagen pareja, lo cual no resultaba extraordinario debido al asentamiento del vecindario en espacios muy reducidos, con las casas completamente empotradas unas en otras y distribuidas por calles poco anchas, con muchos recodos y escasos espacios abiertos, que daban lugar a mallas urbanas poco convenientes ante la eventualidad de una ignición descontrolada. En la ciudad cacereña los regidores propusieron atajar este presunto azote por medio de unas medidas decisivas que pasaban por la elección de doce oficiales carpinteros que deberían demostrar ante los regidores un conocimiento elevado del oficio. Asimismo, se exigía que fuesen eficaces ante el empeño que debían resolver, para lo cual el concejo se comprometía a facilitarles todos los aparejos necesarios[124].
Elegir a un conjunto de personas, seguramente con escasa experiencia en estas destrezas, para que se encargaran de apagar las llamas en las calles resultaba de una grave responsabilidad, por ello, el cabildo concejil nombró un comité compuesto por el Justicia y algunos regidores para escoger a los candidatos más preparados. En otro apartado se anticipaba la posibilidad de que alguna plaza de carpintero pudiese quedar vacante en el futuro por abandono o por mal cumplimiento de sus obligaciones. Ante ambas eventualidades se determinaba que fueran sustituidos prestamente, para que el número de doce operarios no disminuyera. Con posterioridad se nombraba alarife a uno de los doce para que comandase el grupo. Sus obligaciones consistían en repartir el dinero de los salarios y vigilar que todas las herramientas estuviesen en estado de revista. El objetivo de esta prevención era conseguir la máxima celeridad en su obligación de acudir con todo el material disponible cuando oyesen la campana tocando a fuego[125].
Asimismo, la ordenanza permite intuir que se instauró un servicio de guardia que exigía a los menestrales su permanencia en un lugar de fácil localización, en este caso su propia casa, además de su presta disposición ante cualquier contingencia. Todo un sistema precursor de las técnicas que se instalarían paulatinamente en los siglos siguientes hasta hacerse norma común en los tiempos contemporáneos cuando llegaron los primeros logros efectivos en la sofocación de fuegos, ejemplificados en la maquinaria ideada para los grandes incendios fabriles durante la Revolución industrial[126].
Se aprecia por la redacción ordenancista que las obligaciones laborales eran severas y se esperaba un exacto cumplimiento de las mismas. En caso contrario, por infracción o negligencia en sus obligaciones, eran inculpados y, además de reparar el daño que por su ineptitud se hubiese producido, se les sancionaba teniendo que devolver su salario anual que ascendía a tres mil maravedís[127].
En cualquier caso, lo establecido en Plasencia resultaba un servicio de contención del hecho consumado, pero no determinaron ninguna alternativa para evitar tales incidentes, como si aconteció por las mismas fechas en las villas de Villafranca de Córdoba o de Solana de los Barros, que sufrían de los mismos avatares, indicando claramente un idéntico comportamiento medieval que se instala en las primeras décadas del siglo XVI.
En Villafranca se vedó hacer quemas fuera de las casas con el objetivo de evitar su propagación a través de los elementos inflamables que pudiese haber por las calles. La prohibición se hacía extrema en los meses más calurosos, extendiéndose desde el día de San Juan hasta la celebración de Santa María, el 8 de septiembre. Las penas se concretaban con la indemnización de los daños causados junto con una permanencia de diez días en la cárcel del concejo y una importante multa de seiscientos maravedís, que se repartiría ecuánimemente entre el delator de los hechos y el concejo[128]. En la redacción preceptiva se generó una excepción referida a la hoguera que se hiciese en las huertas aledañas al casco urbano para cocinar o requemar ciertos restos de legumbres e incluso, para destruir los despojos que quedaban al secarse las plantas. La justificación era que las parcelas acostumbraban a tener acequias para el riego y con aquellas aguas se podía sofocar cualquier conato de incendio. Obviamente, en el supuesto de que el fuego ocasionase daños, los promotores deberían hacerse cargo de los destrozos[129]. En Solana de los Barros se detalla claramente que no se debía quemar paja, ni cañizos en las calles bajo la condena de tres reales por cada vez que se incumpliese la ordenanza[130].
Era tradicional que la llamada a fuego se efectuara a través de las campanas, por ello se vigilaba con gran atención que no se produjesen toques de las mismas si no tenían esta finalidad. Se puede destacar como ejemplo que en la villa de Ezcaray, en 1465, cada vez que dichos bronces repicaban indebidamente se aplicaba un correctivo que se elevaba a cincuenta maravedís[131].
La urbanización del área poblada medieval siguió desde el siglo XI un progreso lento pero imparable en los emergentes espacios políticos europeos[132]. En ese tiempo se asistió a una evolución social lejos de la ruralización que acompañó los tiempos finales del imperio romano, que abundaba en dos certezas, que no habría una mudanza significativa en el proceso de recuperación ciudadana y que se olvidaría el viejo concepto del pequeño poblado que conllevaba la idea de un paisaje rural dominante[133].
Cuando las ciudades progresaron nuevamente como centro vital, las actividades económicas crecieron con ellas, porque el aumento de población demandaba el consumo de una considerable cantidad de alimentos y productos artesanales, junto con edificaciones donde poder vivir, compartir la religiosidad o practicar el ocio[134]. Del mismo modo, y en idéntica proporción, se multiplicaron los residuos que resultaban de la incesante satisfacción de aquellas necesidades.
La vida en la ciudad medieval no resultaba fácil y entre las dificultades usuales se encontraba la basura y sus perjuicios. Las ciudades castellanas estaban trazadas sobre planos irregulares, aún más en aquellas urbes de origen hispano-musulmán, lo cual dificultaba tanto el tránsito de personas y animales como el desalojo de las inmundicias debido a la disposición de las arterias viarias que mostraban numerosos salientes, esquinas o estrecheces, lo cual mermaba la anchura del paso. El mal olor y pestilencia de las calles era consecuencia directa de las actuaciones vecinales por medio de la evacuación de bacines y otras inmundicias caseras que se arrojaban generalmente a escondidas. Del mismo modo colaboraban los numerosos depósitos de utensilios y mobiliario tirado a la calle. Así pues, el viario urbano resultaba una fuente de preocupación municipal porque las basuras arrojadas podían tener cualquier origen y por lo tanto debía estar constantemente vigilado. Igualmente, se pautaron lugares puntuales de tinglado para las impurezas, lo cual no garantizaba con plenitud un ejercicio adecuado y los encargados de la vigilancia tenían verdaderas dificultades para averiguar la procedencia de la basura arrojada clandestinamente, porque generalmente se imponía el oscurantismo.
Los regimientos ambicionaron arreglar el saneamiento urbano por medio de dos puntos considerados esenciales. El primero fue el saneamiento de las calles, creando un ámbito de seguridad para evitar que los productos vedados fuesen arrojados a la vía publica generando malestar e incluso enfermedades entre los usuarios[135]. La limpieza doméstica callejera estaba presuntamente bajo la responsabilidad personal de los vecinos, aunque resulta fácil imaginar que, en la concepción medieval de aseo, el desarrollo de esta actividad comunitaria hubiera necesitado un tipo de compostura habitual que no existió. Por lo tanto, esta cuestión acabó concerniendo al cabildo municipal que remató implantando una suerte de barrenderos profesionales. El segundo punto fue la pulcritud del agua corriente en fuentes, ríos, pilares o balsas para el lavado de la ropa, pero sobre todo para su ingesta en las mejores condiciones posibles. La salubridad del agua potable llevó a los cabildos concejiles a la adquisición de una gran responsabilidad por medio del dictado de una serie de normas cuyo cumplimiento era muy vigilado[136].
También resultaba compleja la actuación de los animales en su desenvolvimiento cotidiano por calles y plazas. Ejemplificándolo en los cerdos, se puede observar como algunos dueños los soltaban a la calle y los animales transformaban los muladares en su punto de peregrinación. De este modo los gorrinos que vagaban por las travesías dejaban un rastro de suciedad en una suerte de espiral infinita, que obligó a los concejos al dictado de diferentes normativas que castigaran los problemas generados por dicha suciedad. Cuando los animales domésticos morían podía acontecer que sus cuerpos permanecieran en las calles, porque era muy complejo que el amo, en el caso de que lo tuviesen, asumiera su compromiso, sobre todo en el caso de los perros.
Las ciudades mantenían otros intereses de prevención que primaron atendiendo a la frecuencia del suceso, como ocurría con los fuegos urbanos. En el final de la Edad Media y comienzo de la Edad Moderna la respuesta a los incendios urbanos estaba condicionada a las clásicas variantes de lugar de inicio, carácter espontáneo o intencionado y otros síntomas que conformaban una descomunal casuística, pero que siempre significó una pesadilla para los cabildos locales[137].
Además, en todas las cuestiones referentes a la limpieza y salubridad urbana, el concejo conseguía establecer, al tratarse de una cuestión muy cercana a los pobladores, una hábil relación entre gobernantes y gobernados en busca del bien común, puesto que lograba fisurar la presunta unidad de los segundos por medio de la incubación de sospechas entre ellos, a la vez que los premiaba por la búsqueda de infractores. Los concejos no podían permitirse un servicio de vigilancia intensivo, por lo que era sustituido por los vecinos que, ávidos de obtener unos maravedís, denunciaban a los incumplidores de la ley. El sistema no representaba una novedad, puesto que el régimen de punición establecido en la corona castellana reconocía un reparto tradicional del producto de las penas que consistía habitualmente, con algunas variantes, en una tercera parte para el concejo, otra tercera parte para el juez que lo juzgare y la última tercia parte para el denunciante. Por medio de esta proposición se conseguía sembrar la simiente de la discordia a la vez que el método de las delaciones resultaba una fuente de caudal para algunos desocupados. Está claro que las ordenanzas analizadas en este trabajo enfatizan la singularidad de su contenido y, por lo tanto, manifiestan distintos sistemas de prorrateo de las multas.
La problemática municipal sobre los aspectos a solucionar en el desordenado atavío urbano podía ser tan variada como las respuestas para solucionarlo, por lo que existen varias circunstancias a considerar. Cuando se trataba del saneamiento de las calles y plazas de cualquier población existía un origen parecido, la ausencia de aseo en las citadas vías urbanas, pero sus desarrollos se ceñían a las características del lugar[138]. Sin embargo, en cualquier caso, detrás de todo ello siempre había algún vecino, comerciante, artesano, forastero o cualquiera persona que violaba las reglas de convivencia por medio de la pereza, el descuido o el mal hacer. Otro actor principal era el régimen concejil, que podía presentarse preocupado por las dificultades y alistado con la seriedad gubernativa o por el contrario, negligente y fácilmente sobornable. Un régimen que enjuicia, que incluso normaliza, pero no cumple ni hace cumplir. En cualquier caso, el poder local intentó resolver, al menos desde el siglo XIV, por medio de sucesivas reformas y pautas la situación antihigiénica en la que se vivía con mayor o menor intensidad en algunas poblaciones. Pero habrá que esperar a los siglos siguientes para asistir a una intervención más amplia a través del sistema acostumbrado, reglas concretas con sus correspondientes puniciones[139].
Una de las conclusiones más notable del presente estudio determina que poblaciones alejadas en el espacio y en el tiempo diagnosticaron soluciones similares ante problemas semejantes. La intervención del concejo se presenta como un desempeño necesario en aras de la regulación de la higiene viaria, primero a través de una teorización escrita, que analiza y prescribe, junto a un desempeño de carácter práctico, que tratará de detectar y corregir las irregularidades. En definitiva, aunque es lógico que exista una relación causa-efecto que se antoja previsible ante un asunto como el tratado, resulta reseñable la unanimidad de respuesta en las poblaciones estudiadas.
Finalmente, se ha de colegir que pese a los esfuerzos de los gobiernos y la ciudadanía por lograr un desenlace efectivo en la mejora de la higiene callejera en las villas y ciudades castellanas bajomedievales y de las primeras décadas de la Edad Moderna, no resultó posible alcanzarlo por las dificultades inherentes a ciertas causas alegadas en el desarrollo de este análisis. De igual modo, faltan precisiones numéricas de variados aspectos que ayudarían a restaurar la descripción escénica del armazón del ambiente viario ciudadano[140]. Por ejemplo, hasta la actualidad no se ha analizado estadísticamente la eficacia que alcanzó la ejecución cabal de las normas. Del mismo modo se desconoce la exacta implicación de los vecinos en el mantenimiento pulcro de sus hogares, junto con los pasajes y vías comunes para evitar o, al menos, minimizar cualesquiera desaguisados. Por todo ello, se necesitarán nuevos ensayos que, en el conjunto de los diferentes espacios del reino de Castilla, ayuden a revisar en profundidad este interesante capítulo de la vida urbana bajomedieval y moderna.
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[1] 1 El presente trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Generación del Conocimiento del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades: “Notariado y construcción social de la realidad. Hacia una codificación del documento notarial (siglos XII-XVII)” PGC2018-093495-B-I00. (2019-2022).
[2] Gibert 1949.
[3] Sáez Sánchez 1956; Ubieto Arteta 1959.
[4] Corral García 1988.
[5] Monsalvo Antón 1988.
[6] Corral García 1988.
[7] Ladero Quesada, Galán Parra 1982.
[8] Para el conocimiento estructural de las ciudades castellana medievales durante el discurrir de la Baja Edad Media pueden servir de modelo, entre otras muchas, Burgos, Segovia y Sevilla. Siendo indispensables los trabajos de Bonachía Hernando 1996; Asenjo González 1986; y de Collantes de Terán Sánchez 1976.
[9] Porras Arboledas 2009, p. 27.
[10] Corral García 1988, p. 227.
[11] Bernardo Ares 1987, pp. 28-30.
[12] Porras Arboledas 2009, pp. 30-32.
[13] Olmos Herguedas 1998.
[14] Córdoba de la Llave 1998.
[15] López Villalba 2019, p. 120, nota 18.
[16] Córdoba de la Llave 1994-95, p. 143.
[17] Del Val Valdivieso 2002.
[18] Olmos Herguedas, 2003.
[19] Val Valdivieso 2010.
[20] Berrogain 1930, p. 420.
[21] Ibidem, p. 423.
[22] García Campos 2020, p. 228.
[23] Pérez González 1979, p. 251.
[24] Mira Caballos 2014, p. 151.
[25] Ibidem, p. 152.
[26] Ibidem.
[27] Pérez González 1979, p. 250.
[28] Mira Caballos 2014, p. 151.
[29] Quintanilla Raso 1975, p. 505.
[30] Blasco 1933, p. 401.
[31] Riaza-Martinez Osorio 1935, p. 401.
[32] Así había pasado a finales del siglo XV en ciertos monasterios situados en el curso de los ríos de la meseta norte. Como ejemplo de permanencia de los mismos problemas se puede señalar el río Arlanzón en cuyas orillas se situaba el monasterio burgalés de Santa María la Real de las Huelgas, como se especifica en Bonachía Hernando, Val Valdivieso 2013 o lo acontecido en el río Pisuerga donde se asentaba la abadía de Nuestra Señora del Prado, tal como se señala en Val Valdivieso 2009, p. 60.
[33] Pérez González 1979, p. 251.
[34] Mira Caballos 2014, pp. 151-152.
[35] Lora Serrano 2005, p. 261.
[36] García Campos 2020, p. 235.
[37] Lora Serano 2005, pp. 261-262.
[38] Pérez González 1979, p. 250.
[39] González Jiménez et al 2016, p. 161.
[40] Blasco 1933, p. 417.
[41] Quintanilla Raso 1975, p. 506.
[42] Córdoba de la Llave 2009.
[43] González Jiménez et al 2016, pp. 220-231.
[44] Pastoreu 2006.
[45] Ubieto Arteta 1959, pp. 180-181.
[46] Urgorri Casado 1954, p.61.
[47] González Jiménez et al 2016, p. 381.
[48] Ibidem.
[49] González Jiménez et al 2016, p. 545.
[50] Morollón Hernández 2005, pp. 426-427.
[51] González Jiménez et al 2016, p. 142.
[52] Martin Buenadicha, Pérez Guillen 1987, p. 244.
[53] Quintanilla Raso 1975, p. 506.
[54] Quintanilla Raso 1986 p. 245.
[55] Alijo Hidalgo, 1979, p. 48.
[56] Ibidem, p. 48.
[57] Ibidem, p. 47.
[58] Ibidem, p. 49.
[59] González Jiménez et al 2016, p. 165.
[60] Ibidem, p. 142.
[61] Ibidem, p. 166.
[62] Alijo Hidalgo 1979, p. 49.
[63] Ibidem, p. 48.
[64] Estas normativas tuvieron diferentes traslados que fueron recogidos por Sánchez Belda 1945, pp. 664-665.
[65] Martín Lázaro 1932, p. 328.
[66] Ramos Bossini 1981, p. 64.
[67] García Campos 2020, p. 222.
[68] Berrogain 1931, p. 46.
[69] Blasco 1933, p. 398.
[70] Lora Serrano 2005, p. 255.
[71] Mira Caballos 2014, p. 154.
[72] García Campos 2020, p. 230.
[73] González Jiménez et a, 2016, p. 148.
[74] Ibidem, p. 492.
[75] Ibidem, p. 148-149.
[76] Lora Serrano 2006, p. 255.
[77] Ibidem.
[78] Ramos Bossini 1981, p. 200.
[79] Puñal Fernández 2005, p. 255, 284 y 354.
[80] Morollón Hernández 2005, p. 366.
[81] González Jiménez et al 2016, p. 492.
[82] Alijo Hidalgo 1979, pp. 71-72.
[83] Lora Serrano 2005, p. 257.
[84] García Campos 2020, p. 235.
[85] Segura Graiño 1990, p. 15.
[86] Millares Carlo, Gómez Iglesias 1963, pp. 61, 64, 65, 71.
[87] Cañas Gálvez 2014, pp. 80-90.
[88] Jiménez Rayado, Sánchez Ayuso 2013, p. 92.
[89] Araus Ballesteros, Villanueva Zubizarreta 2019, p. 417.
[90] Lora Serrano 2005, p. 259.
[91] Ibidem.
[92] Millares Carlo, Artíles Rodríguez 1932, Tomo II, pp. 58, 70, 71.
[93] Ibidem, Tomo IV, pp. 240-241.
[94] Quintanilla Raso 1986, p. 245.
[95] Quintanilla Raso 1975, p. 506.
[96] Martín Buenadicha, Pérez Guillen 1997, p. 245.
[97] Mira Caballos 2014, p. 157.
[98] Millares Carlo, Artíles Rodríguez 1932, Tomo IV, p. 140.
[99] Blasco 1933, p. 411.
[100] García Campos 2020, p. 233.
[101] Millares Carlo, Artíles Rodríguez 1932, Tomo IV, pp. 117.
[102] Mira Caballos 2014, p. 157.
[103] Ramos Bossini 1981, p. 113.
[104] Alijo Hidalgo 1979, p. 71.
[105] Martín Buenadicha, Pérez Guillen, 1989, p. 245.
[106] Alijo Hidalgo 1979, p. 71.
[107] Millares Carlo, Artíles Rodríguez 1932, Tomo II, p. 58.
[108] Ibidem, Tomo IV, pp. 240, 241.
[109] Ibidem, Tomo II, p. 69.
[110] Araus Ballesteros, Villanueva Zubizarreta 2019, p. 414.
[111] García Campos 2019, p. 229.
[112] Blasco 1933, p. 411.
[113] Lora Serrano 2005, p. 259.
[114] Mira Caballos 2014, p. 158.
[115] García Campos 2020, p. 233.
[116] Pérez González 1979, p. 250.
[117] Quintanilla Raso 1975, p. 506.
[118] Vela Cossío 2006.
[119] Gómez Rojo 2011.
[120] González Jiménez et al 2016, pp. 149-153.
[121] Ibidem, p. 108.
[122] Garmendia Larrañaga 1988.
[123] Morollón Hernández 2005, pp. 434-435.
[124] Lora Serrano 2005, p. 271.
[125] Ibidem, p. 272.
[126] Chaves Palacios 2004.
[127] Lora Serrano 2005, p. 272.
[128] Martín Buenadicha, Pérez Guillen 1987, p. 245.
[129] Ibidem.
[130] Mira Caballos 2014, p. 157.
[131] Longas Bartibas 1961.
[132] Martínez Taboada 2009.
[133] Arízaga Bolumburu 1992, pp. 21-24.
[134] Arízaga Bolumburu 2013.
[135] Corral 2002, p. 46.
[136] Leguay 2002, p. 122.
[137] Urgorri Casado 1954, pp. 11-12.
[138] Suarez Ojeda 2012.
[139] Blasco Esquivias 1998.
[140] En Madrid durante el año 1494 se necesitaron un centenar de obreros y 3.000 maravedís para limpiar un solo muladar. Millares Carlo, Artíles Rodríguez 1932, Tomo III, pp. 83-84.