ZENOBIA CAMPRUBÍ: LA SUBJETIVIDAD EN EL DISCURSO POÉTICO DE UNA AUTORA FUERA DEL CANON LITERARIO
ZENOBIA CAMPRUBÍ: THE SUBJECTIVITY ON THE POETIC DISCOURSE OF AN AUTHOR OUT OF THE LITERARY CANON
María Elena Ojea Fernández
UNED-Ourense
Resumen:
Nuestro artículo tiene como objetivo analizar el discurso poético de Zenobia Camprubí, intelectual española, conocida por ser esposa y musa del poeta Juan Ramón Jiménez. Nuestra propuesta indaga tanto en su imagen de esposa abnegada, encadenada a la larga sombra de Juan Ramón, como en la delicadeza y la expresividad casi espontánea de sus versos, de los que emerge un tono melancólico que no solo hace entrever la poesía como alivio sino que ese mismo matiz ayuda a representar la propia historia alejada de la mística femenina tradicional. Su discurso poético es una habitación propia que teje una relación de interdependencia entre el mundo y la palabra. La autora expresa poéticamente su subjetividad, con elegancia, sin afectación, haciendo gala de un lenguaje sencillo que refleja su identidad literaria y su metafísica particular.
Palabras claves:
discurso poético, subjetividad, presencia, ausencia, canon.
Abstract:
Our paper aims to analyze the poetic discourse of Zenobia Camprubí, a Spanish intellectual known for being the wife and muse of the poet Juan Ramón Jiménez. Our proposal investigates so much in the image of selfless wife, chained to the long shadow of Juan Ramón as in the emotional delicacy of her verses, from which emerge not only a melancholy tone that makes poetry may seem a relief but this tone in itself makes up a representation of her own story beyond the traditional feminine mystique. Her poetic discourse is a room of her own that weaves a relationship of interdependence between the language and the world. The author poetically expresses her subjectivity with elegance, without affectation, using a simple language that reflects her literary identity and her particular metaphysics.
Key word:
poetic discourse, subjectivity, presence, absence, canon.
Zenobia Camprubí Aymar (Malgrat de Mar, 31 de agosto de 1887-San Juan de Puerto Rico, 28 de octubre de 1956) fue una escritora española conocida por ser la traductora de las obras de Rabindranath Tagore y por ser esposa y colaboradora del poeta Juan Ramón Jiménez. Nació en el seno de una familia culta y adinerada con raíces puertorriqueñas por línea materna. De temprana vocación literaria, muy pronto publica relatos cortos y artículos en revistas norteamericanas. Desde su boda con Juan Ramón el 2 de marzo de 1916, compagina su labor como traductora con acciones humanitarias y sociales, entre las que destaca su compromiso con el Lyceum Club Femenino Español, una de las primeras asociaciones de mujeres creadas en España. Debido a la Guerra Civil, el 20 de agosto de 1936 el matrimonio sale del país con pasaporte diplomático. Se instalan primero en Cuba y luego en los Estados Unidos donde Zenobia es contratada por la Universidad de Maryland. En 1948 la pareja viaja a Argentina y a Uruguay donde se les recibe calurosamente. La animadversión de Juan Ramón por el modo de vida estadounidense motivará el traslado a Puerto Rico a principios de 1a década de 1950. Zenobia comienza a impartir clases en la Universidad de Río Piedras, pero enferma y ha de dejar de trabajar. Muere pocos días después de que la Academia sueca otorgara a su marido el Premio Nobel de Literatura. El poeta sobrevive dos años.
Consideramos a Zenobia una de las feministas españolas más singulares de la primera mitad del siglo XX, si bien Inmaculada de la Fuente observa que su compromiso con la causa feminista es discutible, pues su figura se mueve “en los límites del feminismo y del antifeminismo, sin sentir ella misma esa dicotomía” (2015: 67). Sea como fuere, no hay que olvidar que el feminismo es un movimiento complejo. Podríamos señalar un feminismo que combate por la igualdad, un feminismo trascendental que plantea el tema de la esencia de lo femenino a nivel filosófico e incluso un feminismo que se autoproclama de la diferencia (Irigaray, Muraro). Nuestra escritora se posicionó siempre a favor de la emancipación femenina y nunca se atribuyó ese destino de mera relación que tanto deploraba Pardo Bazán (González Martínez, 1988: 19), sino que fue “tejiendo y destejiendo [Zenobia] ese pulso entre su sentido de la independencia y su absoluta unidad con Juan Ramón” (de la Fuente, 2015: 73). De su actividad en el mundo de las letras sobresalen las primeras traducciones al castellano de la obra de Rabindranath Tagore, así como su Diario del exilio o su trabajo autobiográfico Juan Ramón y yo (1954). Para este artículo, tomamos como referencia el libro editado por Emilia Cortés Ibáñez, Diario de juventud. Escritos. Traducciones (2015) que contiene todos los poemas de una mujer que habla por sí misma, que pone el acento en lo cotidiano y en todo aquello que afirma su propia identidad. Su discurso poético destaca por su naturalidad: es sencillo, directo y está lleno de referencias acerca de su feminidad. Zenobia es una voz cuyos versos revelan la emoción de la presencia y el dolor de la ausencia.
representaciones del yo
Nuestra propuesta quiere resaltar la dimensión biográfica que encierra el discurso poético de la esposa de Juan Ramón Jiménez. La escritora plasma la identidad de su yo mediante un lenguaje que nos descubre que la poesía constituye la escritura autobiográfica más auténtica porque “pretende acercarse de la forma más directa posible a la identidad vital y espiritual de una conciencia individual” (Herrero, 1993: 248). Uno de los rasgos más significativos que encontramos en la poética de Camprubí es el tono íntimo, la oralidad y la cercanía, algo presente también en su diario o en las cartas a Pilar Zubiarre (González-Allende, 2016: 366). Los poemas revelan una identidad femenina que se caracteriza por la autorrepresentación. Sus versos son una forma de confesión, un discurso verdadero acerca de la propia singularidad, algo que parecía difícil de admitir en una personalidad casi invisible (Acillona López, 2015: 106). La temprana incursión en la escritura es un rasgo que comparte Zenobia con otras autoras de la llamada escritura femenina. Nuestra creadora analiza su propio perfil cuando se describe físicamente: “Zenobia C. o Camprubí/ A menudo la llaman ‘Miss Dignity’/ (…) Cuando Mildred lanza la pelota/ Zenobia la para con la cabeza. /A pesar de su gracioso caminar árabe /Se la conoce por llegar siempre tarde” (Camprubí, 2015: 348). Más adelante, su preocupación se centra en el mundo interior, tal y como ponen de manifiesto los versos de Coplas mías, En el subir azaroso o Tener un hijo. Y es que el lenguaje directo, relacionado con las circunstancias que pueblan la memoria, es un rasgo propio de la autobiografía femenina (Pacheco, 2004: 408). Zenobia evoca su infancia y su adolescencia en varios poemas, tanto en los cuatro que fueron publicados como en varios de los inéditos; por ejemplo, en El viejo perro Tray: “El viejo perro Tray/ Puede que nunca nos abandone/ Puede que la pena/ nunca nos separe, /Porque él es cariñoso y/ Amable/ y su cola/ Llama la atención. / Así es el viejo perro/ Tray” (2015: 339), y en los Poemitas infantiles II (2015: 349-50). Posteriormente, el tono será menos luminoso y la sombra de la impaciencia hará su aparición: “¿Por qué soportas tus preocupaciones, doblado y sin esperanza, /Con ojeras cada vez más profundas /Y malgastadas las fuerzas, incapaz de afrontar/Las pruebas sin fin que aparecen ante ti? (…) /Pero ves justo ahora la mano del descontento” (Camprubí, 2015: 351-352).
El discurso poético de Zenobia no presenta un orden cronológico claro, pero sí cierta referencia entre el pasado en que ocurrieron los hechos y la persona que escribe, como prueban los versos de Ayer y hoy [Yesterday and Today en el original inglés]: “Pero ayer, al pensar en esta agitada vida/Me sentí muy cansada de sus interminables y agotadores conflictos/Hoy he reflexionado mucho sobre mi vida a mitad de vivirla/ (…) Ahora no puedo volver” (Camprubí, 2015: 342-43).
La obra que analizamos sugiere un acontecer cotidiano que revela la subjetividad de quien goza de un espacio privado, pero también de quien se siente atada a los afectos. También exhibe un potencial artístico que hubiese merecido otro destino. Nuestra autora se identifica consigo misma de tal forma que su nombre aparece hasta en doce ocasiones. Y es que, cuando la identidad del sujeto del enunciado se reconoce en la persona real, “se produce y se consigue lo que Lejeune (1975) llama pacto autobiográfico; una característica esencial de la autobiografía” (García-Page, 1993: 207). El poemario revela las aspiraciones y los deseos de Zenobia, pero los poemas no constituyen una auténtica narración, salvo los que están incluidos en cartas que la autora enviaba a sus amistades, como la que escribe a María Martos en el momento de su ruptura con el americano Henry Lee Shattuck (Camprubí, 2015: 358).
Es bien sabido que la jerarquía patriarcal dispuso un modelo femenino en el que la mujer además de dulce compañera del hombre era esposa y madre abnegada. Camprubí cumplió a la perfección todas estas disposiciones: ayudó a Juan Ramón en su trabajo y gestionó los derechos de sus obras. Fue esposa y secretaria, una mujer activa que tradujo hasta dieciocho libros de Tagore. Sin embargo, también hizo gala de una modestia que la mantuvo eclipsada a la sombra del genial poeta. Como muchas otras, fue una mujer cuyo comportamiento al servicio del varón parecía seguir los cánones establecidos por una jerarquía que domesticaba a las féminas y las excluía del espacio público (Varela, 2013: 613). Si Zenobia fue el motor creativo de Juan Ramón, también vivió al límite sus crisis perpetuas. Su existencia giró (siendo ella plenamente consciente) en torno a su compañero: “Es demasiado no poder vivir la propia vida”, se quejaba extenuada (de la Fuente, 2015: 70). Fue un ser que sin estar ausente del espacio público tampoco tuvo la presencia que hubiese merecido. No renunció a sus deseos, pero los aplazó a petición de Juan Ramón. Ciertamente, su caso no difiere del destino de otras mujeres cuya posición solo puede explicarse desde las nociones de subjetividad, significación y distribución de poder entre los sexos, lo que genera una paradoja: la de un ser ausente y prisionero a la vez de la cultura de los hombres (Colaizzi, 1990:16).
La condición femenina teje su identidad en función de los otros, es decir, a partir de “la alteridad, no de la mismidad” (Jurado Morales, 2014: 527). Y sabemos que identidad no es lo mismo que igualdad. Identidad es “indiferenciación” mientras que igualdad supone una relación de “equivalencia y equipotencia entre quienes por ser individuos, son diferentes” (Amorós, 2007: 453). El pensamiento hegemónico inscribe a las mujeres en el “espacio de las idénticas”, las aparta del espacio público y las dispersa en un espacio privado que “condena a la impotencia al colectivo como tal” (Amorós, p. 455). Además, institucionaliza el sometimiento femenino y la casi obligatoriedad de la descendencia, al asociar interesadamente la maternidad con el concepto de identidad femenina. La falta del hijo se percibe (en las obras de muchas autoras contemporáneas) como una frustración que conlleva nostalgia y soledad. La feminidad impuesta, más o menos influenciada por el discurso dominante, también hizo mella en Zenobia y está presente en sus versos. El poema Tener un hijo es la creación de una ausencia, la de un ser que no tiene más vida que la que otorga la palabra:
Qué cosa hermosa hubiera sido tener un hijo,
Despertar de la siesta con la sorpresa tierna de su
Tenderse serena a soñar en el placer de su éxito, abrazo logrado.
Tenderle un puente cuando vacilara al borde del abismo.
Llevar su alma en pos de un alto anhelo
Seguirle con los ojos hasta verle lejos
Espiarle ansiosa espiando su regreso.
Apartar de su lado la acechanza.
Reír, llorar, vivir con él en todo
Gozar la vida en su más puro gozo
¡No conocer jamás esta desesperanza!
Tener un hijo.
(Camprubí, 2015: 360)
la actitud vital en la poesía de zenobia
Los primeros poemas de nuestra escritora presentan un trazo de felicidad placentera, de repetición infantil que se diluye para hilvanar luego, no el dolor de una pérdida sino la ausencia. Y es que la poesía constituye a veces el modo más claro para expresar el dolor, el desamparo o las carencias: “La mujer hilvana su vida a través de la creación, hilván que sabe a caducidad, a inestabilidad, a equilibrio difícil entre la soledad y el deseo, pero el hilván marca la pulsión de vida que restaura la cicatriz, sabiendo de su fragilidad” (López, 2011:39).
Juan Ramón y Zenobia formaron un matrimonio sin hijos. Tal privación testimonia un hondo pesar que se percibe a través de un lenguaje reservado e intimista, una manera singular de estar y de ver el mundo. Nuestra autora anhela un cielo protector que aligere el melancólico cansancio del desengaño, cuando la existencia se presenta envuelta en sombras: “Envuélveme en tu impresionante manto, ¡bendito sueño!/Todos aclaman al sagrado consolador de los que lloran. (…) Que en la vida no se vive sin esfuerzo, / Y el día ha sido tan agotador y tan largo…” (Camprubí, 2015: 356).
El ser se desvanece, cae en suspenso y une a la vida, que es creación y movimiento, la necesidad de descansar de las fatigas cotidianas. El camino como sinónimo de los acontecimientos o los sufrimientos diarios y el sueño consolador son lugares comunes en sus versos. Los saludos al “bendito sueño” se repiten en Lasitud y A dormir, poemas casi semejantes, que con ligeras variantes se presentan como una plegaria: “Protégeme, guárdame de todo peligro/ Y de todo daño. / Tu mano está en mi hombro, / (…) Tranquilízame, amable sueño, tu murmullo/ Susurra muy quedo/ (…) Más allá de las cancelas de la pena/ hacia la eternidad” (p. 344). También la metáfora barroca de “la vida es un sueño” anuncia tanto el hecho de hacerse ilusiones estando despierto: “Dulces voces alegres de niño/ Que venís desde lejos, / Quién pudiera quedarse dormido/ Escuchándoos en sueños” (p. 358), como califica de sueño y confusión lo vivido: “Esta vida es un soñar, / Una inquietud y añorar/ Tan constante/ Que por lograr lo soñado/ La vista hay que haber fijado/ Siempre delante” (p. 359). El sueño proporciona a la autora esperanza y alivio y resulta apropiado para el autodescubrimiento personal. Distinguimos un sueño reparador frente a una realidad vivida que por veces descubre sus conflictos internos, como en el poema ¡Quedándome dormida!: “Señor, te doy gracias al final del día /Por intentar amablemente guiarme por el camino, / Pesada fue al principio la carga/ (…) El Gran Consolador llega finalmente/ Completamente desconocido, ni pedido ni buscado. /Estoy cayendo en el sueño ¡tan apaciblemente! /¡Que siento que mi propia despedida se aproxima!” (Camprubí, 2015: 356).
Los versos de Zenobia son opacos en cuanto a la hondura de las relaciones amorosas. El discurso sentimental de la autora gira alrededor de una retórica contenida, de una atmósfera templada. No obstante, tras un primer periodo de fantasía y optimismo, va reflejando con mayor seguridad lo que desea y mismo lo que le falta: “Y por no desfallecer/ No alargar y envejecer/ La jornada, / No dormir, no descansar/ Y en una estrella fijar/ La mirada” (Camprubí, 2015: 359).
Nunca resulta fácil interpretar la subjetividad femenina, que no es ajena a la distribución de poder entre los sexos (Amorós, 2007: 65). El caso de Zenobia Camprubí no es una excepción. Hemos de señalar que incluso en su Diario de juventud hay mucha correspondencia cotidiana y escasean los apuntes personales. O tal vez, la autora no lograba deshacerse de las pautas que el orden patriarcal reservaba a las damas de su posición: “Agosto, 2. Me levanté a las 7.15. Organicé las comidas. Terminé la cinturilla. Continué adiestrando a las criadas. Bordé el cuello azul. Vi al Doctor y a Mary Crosby. Mary cenó con nosotros. Aventura con un vagabundo que quería quedarse toda la noche” (Camprubí, 2015: 48).
Se ha dicho de nuestra escritora que al dedicarse en cuerpo y alma a alentar la obra de su marido renunció a la creación literaria personal. Este desinterés hacia lo propio fue compartido también por otras esposas de varones célebres “que posponen sus anhelos creativos para cumplir con generosidad ese papel de esposa abnegada, que le exigía la sociedad de su tiempo” (Domínguez Sío, 2010: 185). Sin embargo, no podemos convertir a Zenobia en víctima de la falta de generosidad de Juan Ramón Jiménez. Se sabe que ambos formaron un tándem donde ella asumió (parece que por voluntad propia) el papel de guía de un ser al que admiraba y consideraba prodigioso: “Zenobia se casó con un poeta y lo fue mejorando” (Domínguez Sío, 2010: 188). Gracias a sus desvelos, aquel ser triste y caprichoso halló la serenidad de la que estaba tan necesitado. Ella, por su parte, no alimentó fantasías, pues nunca creyó poseer la originalidad que caracteriza a los grandes creadores:
(…) como no me casé hasta los veintisiete años, había tenido tiempo suficiente para averiguar que los frutos de mis veleidades literarias no garantizaban ninguna vocación seria. Al casarme con quien, desde los catorce, había encontrado la rica vena de su tesoro individual, me di cuenta, en el acto, de que el verdadero motivo de mi vida había de ser dedicarme a facilitar lo que era ya un hecho y no volví a perder el tiempo en fomentar espejismos (Camprubí, 2015: 27).
De ahí que la decisión de aparcar su carrera para promocionar la de su cónyuge, se debiera tanto a la desconfianza en su propio talento como a la imposibilidad de alcanzar la altura artística de Juan Ramón. No obstante, ello no implica que no apreciemos la rara sensibilidad de unos versos, en los que se habla del sueño como esa ayuda complementaria: “(…) Que pusiese ante mí un panorama más amplio y más lleno, / para después, dejarme caer debajo de algún árbol protector y dormir” (Camprubí, 2015:343) que Freud define (citando a J.H. Fitche) como “uno de los secretos beneficiosos de la naturaleza, auto-curativa del espíritu” (1983: 70).
No es fácil interpretar la subjetividad humana. En el caso de las mujeres, la dificultad es mayor, debido en parte a las humillaciones ocasionadas por la sociedad patriarcal. El varón ha quebrado demasiadas veces la autoestima de su compañera como para emitir un juicio certero acerca del comportamiento femenino. La admiración hacia el talento del otro mantuvo a Zenobia atada hasta el punto de diluir su yo en el “de su hombre”, una actitud que Rosa Montero interpreta como tradicionalmente femenina (1995: 64). Quizás Camprubí se sintió plenamente realizada como señora de Jiménez. Prueba de ello es que cuando tiene que dar un discurso −a pesar de su experiencia universitaria−, se presenta ante el auditorio, tímidamente, leyendo el texto, porque no tiene “costumbre de hablar en público” (Camprubí, 2015: 317) y cuando cita a María de Goyri, deja entrever sus objetivos vitales:” Nuestra presidenta fue Dª. María Goyri, esposa de D. Ramón Menéndez Pidal, que como es sabido ayuda intensamente a su marido en la elaboración de sus obras” (2015: 319). Lenguaje y pensamiento van unidos, de forma que sus palabras revelan un origen simbólico-patriarcal:
Únicamente los prohombres de la Real Academia Española, algunos de los cuales no sabían escribir correctamente a sus señoras, se opusieron sistemáticamente al ingreso de algunas escritoras, como por ejemplo Dª. Emilia Pardo Bazán que escribía mucho mejor que la mayoría de ellos.
−Este inciso se lo debo a mi marido. (Camprubí, 2015: 320)
Zenobia necesita de la voz y de la autoridad de Juan Ramón para justificar la suya. Ni como mujer ni como escritora fue ajena a un modelo de feminidad que regía en consonancia con la “ideología de donde emerge” (Servén Díez, 2008: 9). Esa misma ideología impuso la imagen de la mujer ángel, cuya realización personal se completaba en el matrimonio. Si Zenobia se propuso la difícil tarea de hacer feliz a su pareja, a pesar de ser ambos polos opuestos, es algo que hizo conscientemente. La alegría natural de quien en sus poemas decía ir deprisa por el mundo: “Llena de risa y de amor/ A todo el que me lo pide/ Risas y besos doy” (2015: 337), contrasta con el temperamento adusto del marido, una figura que “en su tiempo El Greco habría incorporado como personaje al entierro del conde Orgaz”, subraya con agudeza Manuel Vicent (El país, 2011). En una aproximación superficial a su persona, diríamos que el matrimonio de Zenobia no fue más que la renuncia a la propia rebeldía y el sacrificio del propio talento: “en adelante se limitó a enmascarar la amargura que le producían sus continúas depresiones [las de Juan Ramón] con la propia alegría innata, siempre dispuesta a levantar el ánimo de aquel ser misántropo que le había tocado en suerte” (Vicent, 2011). La vida de Zenobia, que Manuel Vicent describe como un “gozoso tormento” (2011), culmina con la satisfacción de haber logrado para Jiménez el Nobel de Literatura. Su vitalismo había desaparecido hacía mucho, hundido en las aguas profundas de la misantropía del genio, de cuyo bienestar se preocupa incluso en el lecho de muerte (Vicent, 2011). Hasta aquí una historia que se ha teñido demasiado de melodrama, como si el amante elegido por Zenobia ocupara la razón absoluta de su ser (González Martínez, 1988: 107) y ella se sumiera en el no-ser, en la carencia absoluta. Rosa Montero califica la vida ambos como una existencia “mortífera”, tal era, a su juicio, la dependencia de La americanita hacia un ser que no duda en calificar de “personaje monstruosamente egocéntrico” (1995: 61). La mala imagen del gran poeta se debe no solo a su carácter huidizo, sino también a su enfrentamiento con otros escritores, particularmente con Luis Cernuda, que lo describe como una criatura ruin, calificativo que también Montero recoge en su libro (p. 64).
La antipatía que despertó Juan Ramón Jiménez en quienes lo conocieron y trataron no justifica el maltrato psicológico a Zenobia que muchos críticos le atribuyen. No sabemos si el poeta utilizó sus debilidades físicas para retener a su esposa, pero sí que ambos formaron un tándem en el que cada uno suplía las carencias del otro y donde la excelencia creativa recaía en Juan Ramón. Tal vez para entender la “sujeción” de nuestra autora sea conveniente seguir otras vías. No hay que olvidar que fue ella misma la que se asignó la tarea de procurar la subsistencia de un ser maníaco-depresivo que muchas veces la desesperaba. La relación en esta pareja solo puede explicarse si tenemos en cuenta el enigma de la subjetividad. Una interpretación sesgada podría sugerir que nuestra escritora permaneció en un segundo plano debido a la exigencia social que aconsejaba a la mujer no trascender por encima del esposo. Nada más lejos de la realidad. Zenobia tenía ambiciones intelectuales que desarrolló plenamente. Sí que es probable que en algún momento la asfixiara la necesidad absoluta que Juan Ramón tenía de ella (Montero, ١٩٩٥: ٦٨) o que viera cómo su energía inicial se consumía poco a poco bajo el histérico egocentrismo del genio. Sea como fuere, de su singularidad poética dan fe unos versos que hacen hincapié en el yo lírico de un ser que libremente nos transmite su devenir personal.
lenguaje y subjetividad
La mayoría de los poemas de Zenobia datan de antes de conocer a Juan Ramón, de todos ellos, hay dos muy significativos: el primero es de 1913, una fecha cercana a su encuentro con el poeta, se titula En el subir azaroso y en él vemos a la autora inmersa en la ruptura con su pretendiente americano Henry Lee Shattuck (Camprubí, 2015: 358). El de la maternidad (p. 360) no tiene fecha y describe el anhelo frustrado de la Zenobia adulta. Los poemas, que están escritos en inglés y han sido traducidos por Cortés Ibáñez, constituyen un ejemplo claro de su quehacer literario. Al igual que esta estudiosa, creemos que la poesía de Zenobia interesa más por el fondo que por la forma, pues dice mucho de su personalidad (2015: 20). En sus versos se aprecian una serie de lugares comunes: el sueño, como protección (p. 343), como metáfora de vida (p. 359) o como esperanza y ensueño (p. 347). Las flores, que llevan consuelo y felicidad (p. 354), se presentan como “rosas esparcidas/ por tu camino” (p. 342), están “húmedas de rocío” (p. 343) o son “flores lejanas” (p. 357). La visión del agua es también interesante, puede aparecer como inalcanzable en “marea alta” (p. 344), inmersa en un “cauce pedregoso” (p. 358) o envuelta en un “debilitado riachuelo hacia el mar” (p. 356). A pesar de que los versos mantienen un tono positivo, vislumbramos también una cierta melancolía, que a veces se sumerge en un “llanto del corazón”, pues “el alma no tiene llanto/ porque lo seca el dolor” (p. 358) o en esas razones ocultas, “que se callan” y que “Son las grandes de la vida” (p. 358). Esa tristeza, no desaparece ni siquiera al contemplar los “¡Magníficos narcisos amarillos!”, pues “¿Podría un mortal mirarlos sin/ Olvidar estar triste?” (p. 354). Tal vez, la tristeza mayor la constituye para Zenobia una ausencia, la de la maternidad, que se presenta como la cara amarga del sueño de la vida: “¡Qué cosa hermosa hubiera sido tener un hijo!” (p. 360), lamenta cuando ve incumplido ese deseo y la vida se contempla como un vacío y el despertar como una vana ilusión: “Despertar de la siesta con la sorpresa tierna de su…” (p. 360). La autora fantasea y forja proyectos, que se desvanecen e impiden ver crecer al hijo y “tenderse serena a soñar en el placer de su éxito” (p. 360). Otra vez el sueño, fantasía triste, mera ilusión, que recoge la amargura de no poder añadir algo positivo a la existencia.
Los versos de Zenobia son tranquilos y sosegados porque brotan y transitan a través de una calma, de un silencio que invita a la reflexión. La oscuridad de la noche en contraste con la luminosidad del día. La noche como espacio de zozobra donde se escenifica el dolor propio y el ajeno, donde se percibe la marca de la vulnerabilidad y del miedo. El hombre que deja su huella en la vida, aunque solo sea una mancha aparente, es un ser que moldea su obra/vida en arcilla y se esfuerza por entender el mundo y por entenderse a sí mismo.: “Cada hombre trabaja en una tarea fija/ Moldeando su obra en arcilla. /Hay reglas para el trabajo de escultor/ Y límites que no puede traspasar” (Camprubí, 2015: 340-341).
Otras veces, la noche se ofrece como un pálpito de vida, como un anhelo y como una mirada expectante hacia el infinito: “Ay, estrellitas del cielo/ Que de tan lejos miráis/ Si sabéis cuánto os quiero/ ¿Por qué no os acercáis?” (Camprubí: 2015: 357).
Interpretar una obra es siempre un acto arriesgado. Los poemas de Zenobia nos proporcionan también la parte nocturna de su personalidad. En estos versos de escritura subjetiva, la poesía se torna huella de una realidad que queda en suspenso, inacabada, de tal forma que no podemos darle una interpretación definitiva: “Así, cuando volvieron a su modelo/ Sólo lo encontraron esbozado, / Al no esforzarse en su concepción, / Los rasgos estaban poco definidos” (2015: 341). Sin embargo, hay versos que son especiales y a los que calificamos de “despedida” (Díez-Taboada, 1997: 145). Se trata de ese poema donde la escritora revela la exclusión de un ser querido que no ha llegado a existir. Los versos de Tener un hijo poseen un tono elegíaco, pues el yo poético lamenta una carencia y la expone con el desgarro emocional que produce la desesperanza. En el poema no se habla de la separación o de la muerte de un ser querido, sino que se llora la pérdida de un personaje irreal al que la autora vivifica. La consecuencia de esa privación asalta la imaginación del yo en unos versos que percibimos como una conversación íntima y donde el lector se convierte en el intruso que presencia el lírico duelo de un adiós.
Es evidente que la escritura supuso para Zenobia un desahogo de la desilusión cotidiana y que, aunque no volvió a la poesía, nunca dejó de interrogarse acerca de la “sed de ser feliz sobre un fondo de angustia” (Cortés Ibáñez, 1997: 123). Fue gracias a su Diario que sabemos de una vida no exenta de sacrificios y de abatimiento perpetuo: “Yo debería estar acostumbrada a la desilusión. Allí, sentada junto al mar, se me vino encima la vida entera y la idea de la anulación gradual de mi personalidad en todo lo que no sea ayuda para los objetivos de JR” (Cortés Ibáñez, 1997: 123). Como hemos subrayado, los pilares de la condición femenina se habían institucionalizado en función del otro (padre, marido, hijo) lo que termina por acarrear un estado de frustración vital (Jurado Morales, 2014:527).
conclusión
Zenobia Camprubí ha pasado a la historia por ser la compañera de Juan Ramón Jiménez, una relación que no se libra de los estereotipos marcados para lo masculino y para lo femenino. Ella fue, desde que se conocieron, el origen, el telos de la creatividad del poeta. Sin embargo, también careció del nombre propio que otorga autoridad y poder. El discurso poético de esta autora está vinculado con la celebración y con la calma de lo cotidiano. Sus versos, en cuanto manifestación íntima, son una forma más de “manifestación escritural” (Tortosa, 2000: 587) originada en lo más recóndito del individuo, ese otro yo que está resguardado en un espacio protegido y en cuyo interior nada es superfluo. La realidad roza a nuestra autora y ella la contempla y transmite esa tensión, porque la realidad, la cotidianeidad no deja de estar impregnada de una “malla de sentimientos”, de una sinceridad irreversible que en definitiva es lo que define al discurso poético (Benedetti, 2000: 426-428).
La figura de Zenobia Camprubí debe valorarse por sí misma, ajena a la polémica que suscita su compromiso vital con Juan Ramón. Su obra poética, reflejo de su rica personalidad, gira alrededor del universo de la infancia, de la adolescencia y se detiene con una significativa alusión a la vida adulta. El lirismo se consigue merced al ritmo (abrupto a veces), a las reiteraciones anafóricas y, muy especialmente, en torno a una serie de palabras clave (sueño, vida, noche, flores…) que conmueven serenamente. La autora rememora el pasado, se detiene en el presente y congela el futuro (Qué cosa hermosa hubiera sido tener un hijo, p. 360). Hay ausencia de un Tú masculino quizás porque los versos se concibieron como el intento de crear y defender un espacio propio. Como Zenobia solo habla (mayoritariamente) de lo positivo, su escritura transmite un aura de elegancia contenida. En esta atmósfera de calma, la voz femenina tiene el poder de convocar una realidad, su realidad, que es a la vez silenciosa e intensa. Sus versos reflejan una manera peculiar de ver el mundo. Son como una fotografía impresa que deja al descubierto la marca de una existencia, un indicio de lo que se ha sido y una huella que permanece abierta a la interpretación del que mira. El discurso poético de Zenobia es una habitación propia donde la autora preserva su intimidad. Se ha escrito mucho acerca de su renuncia a proseguir una carrera literaria propia, hecho que dio una imagen distorsionada de su persona. Rosa Montero cree que la mujer de Juan Ramón era un ser fuerte y débil al mismo tiempo:
En esa ambigüedad anida la patología de la mujer dependiente, de quien depende a su vez, morbosamente, el hombre que la tiraniza. Hay un infierno en la relación entre Zenobia y Juan Ramón, pero los demonios (tan reconocibles, como humanos) están en las dos partes. La necesidad absoluta que Juan Ramón tenía de ella había terminado por atrapar a Zenobia (Montero, 1995: 67-68).
De cualquier forma, no creemos que una figura como la de Zenobia Camprubí pueda ser analizada desde la diferencia sino desde la igualdad, pues solo presuponiendo la igualdad se tiene derecho a la diferencia (Posada, 2009: 163). Los versos de esta autora interesan porque constituyen un discurso que no quiso ser literatura, tal vez solo escritura de la intimidad (Catelli, 1991: 134). Esta obra es de por sí un hecho aislado, una confesión privada que se inserta en un anhelo por construir su propio yo. Zenobia Camprubí no tiene en su haber una obra maravillosa o, al menos, no ha sido descubierta una obra suya que merezca tal calificativo, pero sus versos y sus diarios crean un espacio propio en el que dialoga con su “yo agotado por sus múltiples tareas, pero nunca doblegado” (de la Fuente, 2015: 74). Los Poemas devuelven la palabra a Zenobia, la individualizan y la rescatan de su papel oficial de esposa de un genio. Nuestra intención ha sido reflexionar acerca de la escritura de una mujer cuyo espíritu se ahogó, quizás, por no ser capaz de dominar la personalidad asfixiante de su marido. Su obra y su persona resultan interesantes incluso por razones no literarias (su compromiso con la emancipación femenina, su labor como filóloga…) que ahora se juzgan lo suficientemente valiosas como para incluirla en un canon oficial.
No sabemos si nuestra autora disfrutó de la vida o si languidecía en un segundo plano mientras él (Juan Ramón) escribía. ¿Cómo determinar en qué consiste la felicidad? Si atendemos a las quejas expresadas en cartas y diarios, diríamos que a Camprubí le exasperaba el egoísmo y la histeria patológica de su marido. Ella era ambiciosa y plenamente responsable de su actividad intelectual. No olvidemos que tradujo a Tagore, eso sí, con la inestimable aportación de Juan Ramón, “que añadía ese sentido oculto que subyace en todo poema y que no siempre descubre quien lo vierte a otra lengua” (de la Fuente, 2015: 69). Tal vez de esa dependencia parte su renuncia a seguir creando, como si su misma existencia artística dependiera de su relación con el otro, como si intuyera la dificultad de hacer magia con el lenguaje y se convenciera de que su lugar era ser compañera y “musa” de un gran talento. Quizás la deslumbró la inimitable sutileza de un poeta excepcional o quizás entendió que su generosa sobreprotección era vital para un hombre enfermizo e incapaz de valerse por sí mismo. Lo cierto es que, aun comprendiendo las razones, con esa anulación consciente de su creatividad nos privó de una visión artística interesante e independiente, de ahí que sus escasos versos posean un gran valor, por ser eso, escasos, únicos y singulares, testimonio de obra inacabada, ejemplo de un paso, manifiesto de una huella aislada.
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