MEDUSA, EVA Y COATLICUE EN EL IMAGINARIO EUROPEO DESDE LOS SIGLOS DE LA CONQUISTA

MEDUSA, EVE AND COATLICUE IN THE EUROPEAN IMAGINARY SINCE THE CONQUEST OF THE NEW WORLD

Traducción: Giuliana Zeppegno y Raúl Riol Gala

Angela Giallongo

Universidad de Urbino

Resumen:

La alianza existente en la tradición occidental entre mitos y estereotipos sobre lo femenino exige el examen de algunas de las consecuencias emocionales de esa mirada masculina y colonial, que aniquiló la civilización azteca. La invención de las mujeres serpiente inspiró los más devastadores mitos públicos de Medusa y Eva, teorizando y dando forma (serpiente y mirada homicida) a la alteridad desde la antigüedad hasta el siglo XVI y más allá. El análisis reflexiona sobre los usos pragmáticos del imaginario de alteridad femenina y su repercusión en mesoamericanas culturas, a través del ejemplo de la diosa azteca Coatlicue.

Palabras claves:

imaginario colonial, educación pública, mujeres serpiente, emociones negativas.

Abstract:

The close alliance in the Western tradition between myth and female stereotypes influenced the emotional behaviour of the androcentric Colonialists that destroyed the Aztec civilization. The European invention of the snake woman had, from Antiquity to the 16th century and beyond, inspired the symbolic figures of otherness (serpents and the killing gaze) through the devastating public myths of Medusa and Eve. This contribution focuses on the pragmatic uses of the imaginary pertaining to female otherness and its repercussions on Mesoamerican cultures via the example of the Aztec goddess Coatlicue.

Key word:

colonial imaginary, public education, snake women, negative emotions.

INTRODUCCIÓN

Desde hace tiempo un extraño universo de extravagantes serpientes, tanto grandes como pequeñas, ha dominado, bajo la oscuridad de miradas mortales, el imaginario europeo. Sus aventuras, que se pierden en el abismo de los milenios, siguen arrastrándose por dentro y fuera de nosotros, impidiéndonos mirar con claridad.

Sin embargo, se hace preciso alentar a los historiadores a que pongan su atención en estos seres, a menudo representados en lugares y tiempos diferentes en compañía de mujeres. El simbolismo de los reptiles ya había atraído en el siglo pasado el enfoque psicoanalítico, a través del cual se llegó a la conclusión, con los trabajos de Freud, de que su estudio era indispensable para explicar las turbaciones infantiles acerca del miembro perdido del otro sexo, la vida onírica de los adultos sanos y las patologías psíquicas.

De esta manera, la serpiente conquistó en el siglo pasado cierta notoriedad, estrechamente relacionada - como en los tiempos de los romanos - con la creatividad y la vitalidad sexual masculina. Aunque, por el contrario, otros psicoanalistas y estudiosos la han interpretado como el símbolo viviente del reino genital femenino. En este sentido, vale la pena mencionar la importancia que ha tenido la labor de Iakov Levi (2003), al poner en conexión a la serpiente con las diosas, más que con los dioses o los héroes.

Sea como sea, el sentido común de la sociedad contemporánea no parece capaz de desafiar este problema. Y mucho menos de admitir que nuestros antepasados hubieran encontrado en las serpientes, y en la mirada femenina, bien señales de vida, bien helados chorros de muerte, así como también les atribuyeron, por un lado, los significados de promesa y sensatez, pero también de ciegas fuerzas primigenias. Un ejemplo clásico del segundo proceso es el de la enigmática Gorgona Medusa, cuyos rasgos agresivos - serpientes en lugar de cabellos y la mirada homicida - documentan a partir del siglo VIII a. C. la construcción de estándares imaginativos occidentales.

La invención de la mujer serpiente responde a la necesidad de ilustrar las teorías de los antiguos griegos que permitieron la construcción de la alteridad femenina - proceso que se intensificó durante la Edad Media europea – y constituye la evidencia más obvia de este mecanismo de estereotipación. El estudio de este fenómeno resulta prometedor, ya que permite focalizar las relaciones sociales entre los sexos a través de algunos aspectos de la sorprendente asociación establecida, en particular por la cultura occidental, entre la peligrosidad de la mirada femenina, la malignitas de la serpiente y los poderes mortales del menstruo. Intrigada por esta curiosidad, no exenta de preocupaciones, he intentado seguir las insidias atribuidas a las mujeres serpiente que han contribuido a escenificar la alteridad, principalmente femenina, en las sociedades europeas del pasado (Giallongo 2015: 13).

UNA PRIMERA ALTERIDAD ABSOLUTA

El arcaico tópico de “la mirada que mata” unido al uso de rasgos salvajes, generalmente asociados a los reptiles, ha sido reincorporado por el pensamiento moderno y contemporáneo a través de la conexión de la idea de monstruosidad con la de la femineidad. En la tradición europea esta construcción mental también ha implicado una creciente denigración de las sociedades lejanas. Por ejemplo, cuando en los siglos XV y XVI los europeos se confrontaron con el llamado Nuevo Mundo, lo percibieron con la lente deformante de la estereotipia. Es decir, lo vieron como la imagen invertida de lo que consideraban su perfección. Lo que les reconducía a esas etapas de la vida que pensaban que ya habían “superado” desde hace tiempo.

El “Mundus Novus” de Américo Vespucio, carta impresa en 1502 y traducida con éxito al español, francés y alemán - a pesar de la auténtica curiosidad del mercader florentino por esas poblaciones desconocidas – proporcionó un retrato de desnudez, canibalismo e impúdica sensualidad femenina1, que se relacionaba muy bien con la categorización forzadamente pre-establecida por la edad arcaica y clásica griega acerca de la alteridad.

En el transcurso de la historia, podemos ver cómo el foco a partir del cual se han producido la mayor parte de las alteridades (lo no griego, lo no ciudadano, lo no civil, lo no occidental y lo no humano) parte de la frontera establecida, y todavía vigente, entre hombres y mujeres. Un autor que abrió camino en esta dirección fue el helenista Vernant, quien reconoció la actitud de superioridad, típicamente masculina de la civilización griega, en la dialéctica entre el yo (cuya representación está dominada por esta perspectiva de afirmación varonil) y el otro (la mujer, el enemigo o la muerte), entre la identidad y la diferencia. Sus investigaciones tuvieron dos innegables méritos: por un lado, colocaron el concepto de alteridad en el contexto rico y sugestivo del imaginario mítico y religioso; y por otro, identificaron en la invención de la Gorgona una manera singular para expresar la alteridad absoluta, una especie de punto de partida ideal para la definición de otras infranqueables fronteras sociales2.

En el estado actual, la vivacidad del problemático debate acerca del multiculturalismo (Parekh 2000:13) llevó a los expertos de varias disciplinas a formularse nuevas preguntas. La creciente atención por la deconstrucción de la cultura en relación con el género, pusso Moller Okin (1997:7), por citar un ejemplo entre otros, a desarrollar sus investigaciones acerca de los estereotipos de las diferentes tradiciones simbólicas sobre el segundo sexo.

Se hace útil, por tanto, estudiar los mitos de formación de la antigüedad grecorromana y las religiones monoteístas y politeístas. A través de su análisis podemos encontrar las profundas raíces de las enseñanzas sociales que, compartidas por varias culturas, postularon la jerarquía sexual. Y darnos cuenta que la eliminación de esta desigualdad concierne a todas las sociedades patriarcales, cuyos hábitos aún están activos y/o fueron activados en los estados conquistados y colonizados por los europeos: África, Oriente Medio, Asia y América Latina.

Por lo tanto, parece razonable suponer que una posibilidad para proyectar la coexistencia armoniosa de diferentes identidades culturales pasa por investigar las diferentes, aunque al mismo tiempo compartidas, imágenes que son alimentadas por el imaginario masculino y pesan sobre lo femenino. La leyenda de la mirada asesina, en tanto que prueba de la asimetría sexual, puede ofrecernos un objeto de estudio complejo y polifacético, a partir del cual poder examinar una de las creaciones míticas sobre la alteridad más influyentes del pasado.

Así como también las representaciones no europeas relativas a la peligrosidad de la mirada, a menudo relacionada con las mujeres serpiente, pueden subrayar la difusión o la falta de asimilación por otros pueblos de determinados estereotipos culturales. Por otra parte, el mismo Freud había reconocido en el breve ensayo La Cabeza de Medusa (1922), aunque de pasada, los límites de un estudio concentrado exclusivamente en los horrores simbólicos de la mitología griega. Por consiguiente, el enfoque metodológico aquí propuesto toma como referencia la estrecha alianza entre mitos y estereotipos con el fin de evaluar esa mirada masculina y colonial que hizo que las mujeres compartieran en muchas partes del mundo una historia común de opresión.

En última instancia, no es irrelevante que la colonización del continente americano coincidiera con la época más intensa de la cacería de brujas en la Europa Moderna (1450-1750). Este escenario singular queda a espaldas del trágico caso ocurrido en Nueva Inglaterra, cuando en 1682, en la puritana Salem, fueron condenadas a la hoguera veinte supuestas brujas.

¿PARA QUÉ SIRVEN LAS MUJERES SERPIENTE?

Las mujeres serpiente son un claro ejemplo del imaginario masculino y occidental. Un concepto que incluye una amplia gama de fenómenos, descritos por clínicos, filósofos, antropólogos y sociólogos, tanto en contextos sociales (Taylor 2007: 164-5)3 como en la dimensión psicológica y simbólica de la imaginación individual (Lacan 1996: 73)4.

Sin embargo, en este ámbito es preferible utilizar el enfoque pluridisciplinar de Durand, quien (1996: 38) a través de un enfoque antropológico, identificó en la influencia existencial y cosmológica de los mitos peculiares medios de conocimiento y de conservación. Además, su concepto de régimen nocturno permitió esclarecer el significado de ese conjunto de fenómenos oscuros y ficticios que alimentaron la jerarquía sexual pública y privada. El isomorfismo que había puesto en singular relación la oscuridad con la muerte, el agua con la serpiente, la mirada con la sangre menstrual y el mal, adquirió finalmente un sentido. Se hicieron más claras las trayectorias simbólicas que inspiraron, especialmente en el universo occidental, la creación de los devastadores mitos de Medusa y de Eva, sin tener en cuenta que el simbolismo agrario de todo el mundo tenía en alta estima a la serpiente, propiciando su ventajoso apareamiento con la mujer y exaltando en paralelo el vínculo de la luna con el menstruo (Durand 1960:113).

Por el contrario, el carácter negativo de esta nueva simbología asociaba, como en las supersticiones primitivas, a la serpiente y la sangre menstrual con un peligro transmisible a través del contacto o la mirada. Por lo tanto, colocar el arquetipo de “la mirada que mata” en un determinado paradigma sociocultural - en este caso el de Occidente - hace posible familiarizarse con los mitos, las historias y las imágenes que en determinados tiempos y lugares y por razones particulares lo hicieron posible.

También los análisis de Fromm apuntan en esta dirección. En efecto, él sustituyó el inconsciente primordial y universal de Jung5 por el concepto dinámico del inconsciente social, posibilitando la exploración de los poderes formativos de los mitos y los arquetipos; su capacidad para plasmar la identidad individual y colectiva (Fromm 1962:85). Por ende, se necesitan pruebas históricas para sacar el máximo provecho a los significados de los diferentes procesos culturales e imaginativos. Una demostración significativa nos la ofrece Villa al documentar (2015:14) las grandes diferencias entre la tradición formativa náhuatl y la castellana.

Otro ejemplo relevante nos lo proporcionan los estudios acerca del mal de ojo, que particularizaron su origen en las culturas medio-orientales, mediterráneas e indoeuropeas. Dundes ha arrojado nueva luz sobre el proceso de expansión geográfica, que se puede datar aproximadamente hacía el siglo XVI, de esta creencia en África, Australia y en las Américas (1981: VII). A través de la lente deformante de sus tradiciones dominantes, Occidente, en su encuentro con otros países, exportó la idea de los poderes destructivos de la mirada y de su símbolo por excelencia: la Gorgona Medusa.

A partir del siglo XVI la superstición se difundió también en el Nuevo Mundo, especialmente en América Latina, donde la mayor parte de la población hispánica, latina y americana estaba siendo cristianizada, tal y como sostiene Flórez (2004: 36). La transmisión del mal a través de la mirada, asumida por las sociedades pre-modernas y utilizada para mantener viva la hostilidad hacia lo femenino - imaginado en estrecha alianza con el mundo ofídico - se difundió así por varios continentes.

Este turbio entramado quizás pueda explicar por qué en el racional y secularizado mundo globalizado siguen existiendo personas que temen a los efectos nocivos del mal de ojo y de la vista fuerte, como atestigua el uso de brazaletes protectores de color rojo para ponerles a los niños del Salvador y México, y la preocupación social causada por la creencia de que las miradas malvadas pueden llegar a causar enfermedades y desastres naturales.

Esta convicción se manifiesta abiertamente, aunque de forma diferente, también en las tramas literarias. Los logrados cuentos de Gramigna (2013: 8) invitan a reflexionar acerca de las distintas visiones del mundo y sobre el reconocimiento de los derechos de las minorías para cultivar sus propias creaciones imaginativas.

Por otro lado, los conquistadores y sus descendientes identificaron a las diosas serpientes del panteón mesoamericano con las Gorgonas del mundo antiguo, que desde el año 1500 hasta el 1800 resultaban muy familiares a los artistas europeos. En otras palabras, en el intento de asimilar lo desconocido a lo conocido, los colonizadores blancos hicieron coincidir la imagen de las diosas serpientes aztecas con la imagen de Medusa, convertida en símbolo de la alteridad, sirviéndose de ella para cultivar con brutalidad su ideal de superioridad.

La efigie de la Gorgona estaba difundida, y no de causalidad, en las armaduras y en los escudos ceremoniales del siglo XVI y XVIII. Ya sea que este emblema fuera adoptado de manera intencional o inconsciente, el resultado de esta decisión podemos verlo claramente en las ideas y en las prácticas opresoras, bajo la hoz de la muerte, de la conquista. Debemos, por tanto, prestar atención a un indicio elocuente.

A Carlos V - emperador, partidario de la monarquía universal católica y heredero del trono de España y de las colonias americanas - le regalaron en 1541 un escudo que tenía en el centro una cabeza de Medusa, cuyos cabellos de víbora tenían que aterrorizar al enemigo. El lujoso accesorio bélico homenajeaba la expedición de Argelia que contaba, entre sus comandantes, con el conquistador de México: Hernán Cortés. Había sido la armería italiana de Negroni la que había cincelado este símbolo de poder que prometía con su mirada asesina, envuelta por una corona de reptiles, la victoria espectacular a los protagonistas de la conquista.

Por tanto, nos parece que todavía hoy día resultan útiles las reflexiones del antropólogo escocés Frazer , quien escribió (1890) que era necesario no solo analizar cómo es imaginada la transmisión del mal entre “las costumbres de los salvajes y los pueblos bárbaros”, sino también a lo largo de toda la historia de las naciones civilizadas de Europa ( 1983, Vol. II: 314 y 838).

Las experiencias de las mujeres serpiente que están relacionadas con el arquetipo de la mirada asesina, cuyo origen reposa en los miedos inconscientes masculinos, hacen emerger, a través de los símbolos atribuidos a lo femenino, otros aspectos de la historia intercultural.

MONSTRUOS EJEMPLARES: HISTORIAS DE LA MEDUSA, EVA Y COATLICUE

El aflorar de las mujeres serpiente y de sus terribles miradas, provenientes de la edad primitiva y arcaica, en la percepción contemporánea no constituye ese acto vital que cabría esperar. Aun así, hay momentos inesperados en los que los polos separados se tocan y sus fronteras se caen. En este sentido, puede resultar útil examinar algunos casos emblemáticos.

Wilk pone en relación la inquietante invención de la Gorgona – perturbador personaje con cabellos en forma de serpiente y ojos tenebrosos - con la experiencia humana de la muerte, común a todas las culturas (2000:190). Según este estudioso las características claves de Medusa, detectables fuera del perímetro occidental, se convierten en ejemplares en la mitología y en el arte azteca, con la cara del sol del calendario de piedra y con la divinidad terrestre conocida como Coatlicue. Esta diosa, tal y como había sido representada en el lenguaje visual de la época, nos proporciona preciosos indicios. Se la representa generalmente de pie, a modo de figura bicéfala con dos cabezas de serpientes que, en lugar del rostro, se enfrentan de perfil sobre los hombros, y con una falda de serpientes. Esta fisionomía envuelta en la inmóvil frialdad del basalto suscitó probablemente en los primeros europeos que la vieron una inefable sensación de algo conocido, aunque remoto y opresivo. La Coatlicue más conocida hoy en día es una enorme estatua que se remonta a la época comprendida entre ١٤٨٧ y ١٥٢١.

Del polifacético mundo de las culturas amerindias surgió la así llamada “Señora con piel de serpiente” o “vestida de serpientes”. La falda, que tiene escrito en la lengua náhuatl el nombre de la diosa, presupone su identidad personal y hace alusión a la femineidad. De hecho, para Klein (2000:17), este tipo de vestuario se asocia con la formidable capacidad generadora de las mujeres.

Este aspecto se puede apreciar también en los testimonios visuales del arte minoico: las diosas serpientes llevaban un delantal que imperiosamente captaba la atención en el área púbica, en el origen del poder de la sangre y de la vida (Giallongo 2015:70).

Las serpientes, por tanto, no son meros restos de museo, aunque algunos visitantes las miran con indiferencia y pasividad, mientras que otros son perturbados por sus sinuosas formas. Han sido y son emblemas del apremiante ritmo de la vida, la muerte y el renacimiento. En el bagaje simbólico de la diosa Coatlicue vibran escondidos los finos chorros de la vívida sangre.

Sin embargo, el descubrimiento de esta diosa no fue acogido con demasiado entusiasmo. Paz nos habla (1977:77) sobre las motivaciones de esta tendencia negativa. La visión del ídolo – para los colonizadores blancos, más parecido a un monstruo que a la diosa venerada por los sacerdotes y sacerdotisas de la civilización azteca - resultaba tan desagradable que con la renovada prepotencia del siglo, en el que fue sacada a la luz, la estatua fue enterrada y ocultada. Fue así que en 1790, recién descubierto, este tesoro del arte precolombino fue sepultado. López Luján documenta la compleja historia de esta enigmática estatua, inspiradora de curiosidad, debates y significativas controversias (2011: 212).

Por otra parte, aunque la llegaron a confundir con un guerrero, nunca se había distinguido ni como la representación de un héroe, ni mucho menos como una obra de arte. Además, los arqueólogos de ese periodo tenían la extraña sensación de que esa imborrable fealdad exhibida desconcertaría a los visitantes blancos, contaminando sus impulsos estéticos. Ese enorme e informe bloque de piedra, adornado con manos desgarradas, corazones lacerados y cráneos, y oscuro como una causa primordial, los paralizaría. Sus miradas serían petrificadas por esas serpientes emboscadas en el rostro y enrolladas a la cintura, en la cuales ellos no podían ni querían reconocer la unidad de todas las fuerzas del universo. Por esta razón no parece irrelevante, ni una banal curiosidad el hecho de que en los últimos siglos, Coatlicue haya sido un quid amenazador, carente de semblante humano, un frío espejo oscuro que había que esconder.

En este sentido, podemos ver cómo por las categorías puestas en juego, la historia de Coatlicue presupone la de la Gorgona. Ambas, desde los siglos de la conquista, han compartido la acusación de arrojar una sombra mortal sobre quien las hubiese mirado.

El desprecio de los colonizadores blancos por los significados religiosos de las diosas de las sincréticas tradiciones indias había sido impulsado también por la reacción emotiva provocada por la vista de sus atributos. La falda rebosante de serpientes, los ojos de reptil, redondos y penetrantes, y la sangre, que se intuía bajo las manos desgarradas y los corazones lacerados, eran atributos suficientes para rechazar a Coatlicue y ganarse el derecho de arrojarla al olvido. Mas ella siempre estaba presente. Su imagen estaba dentro de los nativos con más fuerza que todas las iglesias y todas las cruces con las que eran obligados a identificarse.

De todos modos, independientemente del hecho de que la Gorgona y la diosa azteca habían sido decapitadas, según cuentan sus respectivas leyendas, su presencia, según las convicciones occidentales, era un insulto a la vida y a la vocación estética. Así, los conquistadores trasladaron las laberínticas inquietudes psicológicas del viejo mundo viril al nuevo mundo.

Esta experiencia no resulta aislada: Coatlicue también compartía con las Gorgonas, protagonistas de los lenguajes visuales y narrativos más arcaicos, una insistente fealdad monstruosa. En ambas se encarnaba la convicción de lo feo como sinónimo del mal. Analogía que se remonta a los griegos, según Eco (2007).

La monstruosidad fue impuesta como un quid que representaba la sub-humanidad del mundo femenino. De esta manera los impulsos destructivos implícitos en la conquista se ajustaban a esta construcción simbólica que legitimaba la violencia hacia las mujeres, principalmente indias.

A este respecto, hay que tomar en consideración los estudios del origen español de la brujería en las colonias. En particular, se debe reconocer, como afirma la antropóloga Behar, el carácter sexualmente explícito de este fenómeno, y la excitación que provocaba en los españoles cuando, a través de textos pedagógicos religiosos, lo denunciaban como expresión diabólica y pecaminosa de insubordinación femenina.

Aunque en América del Sur no se verificaron casos de caza de brujas parecidos a los que ocurrieron en Salem, con la documentación que aporta Behar concerniente al México del siglo XVIII (1987: 38 y 1989) parece lógico pensar que la preocupación oficial, que derivaba del uso de la sangre menstrual y otros elementos corpóreos, llevara a la denigración de lo femenino (Martín 2003: 352).

Las características peligrosas y/o destructivas atribuidas a la alteridad del otro sexo, correspondían en su mayoría con la imagen repelente de la bruja que fue construida en Europa entre los siglos XV y XVIII. Por lo tanto, existen buenas razones para explorar el imaginario colonial español en México y sus correspondientes prácticas de exclusión y de violencia sexual.

En este sentido, y volviendo a nuestro tema principal, la historia del descubrimiento de la diosa azteca, como ya hemos reflexionado anteriormente, se cruza una vez más con la de la Gorgona. Lo que sale a la luz es un sentimiento público vinculado con supersticiones y estereotipos sobre el mundo femenino. Los modelos impuestos de emociones, pensamiento y prácticas eran fruto de la mentalidad griega clásica y su combinación con la tradición cristiana medieval y moderna, basada en la feminización del pecado original.

Por consiguiente, se puede presumir que la combinación de estos dos mitos públicos de carácter oscuro, el de Medusa y el de Eva, tuviera cierto peso en la historia mexicana. Ambas figuras, que eran parte integrante de los valores representativos de los occidentales y presuponían relaciones sociales jerárquicas, fueron exportadas al complejo escenario de las comunidades prehispánicas. Especialmente coherentes con este panorama fueron las motivaciones que llevaron a la iglesia a suprimir de manera vehemente un culto, en nombre de la impureza de la sangre y de las temidas serpientes, que hubiera obstaculizado la conversión de los nativos al catolicismo. Hay que tener en cuenta además que a partir del siglo XIII, la culpable Eva, cuya popularidad crecía en diferentes continentes, no solo aparecía públicamente cada vez más asiduamente en compañía de una serpiente, sino que tampoco había podido desprenderse de la acusación de haber pecado con la codicia de su mirada.

Partiendo de los mitos de la Gorgona y Eva, tal vez resulte más fácil reconocer las causas de la repulsión y la consiguiente eliminación de la estatua de Coatlicue. Sirvió también para mostrarle a la “opinión pública” lo que era despreciable y considerado como no humano, así como para difundir un determinado potencial de negatividad hacia quien no poseía ni siquiera una precisa identidad sexual. Como ya se ha señalado, en el panteón azteca, las divinidades masculinas y femeninas, que son consideradas igual de importantes, se representaban con características andróginas, como demuestran las investigaciones científicas de Carmack, Gasco, Gossen (1996). Lo que no solo causó confusión entre los arqueólogos, propensos a creer que encarnaban tan solo a los dioses masculinos, sino que restó legitimidad al deseo de una unión ideal entre lo masculino y lo femenino.

En los sistemas tradicionales mitológicos propensos a presuponer, desde perspectivas distintas, una realidad suprema, las dobles serpientes que postulaban la androginia, eran la metáfora visual de la ausencia de la dualidad, como muestra el gran trabajo de Lanier Graham (2011).

También aquí, la historia de la Gorgona, representada en el arte arcaico con el atributo varonil de la barba, tiene un ulterior punto de contacto con Coatlicue. Con una diferencia: bajo el aspecto andrógino del monstruo griego no estaba en juego la armonía sino el caos de los dualismos.

Particularmente explicativa resulta la convincente conexión, mostrada por Anzaldúa, entre estas dos figuras: ambas son el símbolo de la fusión de los opuestos, del cuerpo con el alma, de la mujer con el hombre, del cielo con la tierra, de la belleza con el horror, de la muerte con la vida. Anzaldúa, como otras feministas chicanas y teóricas mexicanas, ha reinterpretado sutilmente la ambigüedad de estos dos iconos dentro del imaginario masculino dominante, todavía lastrado por la dolorosa dicotomía que ha acompañado la mitología precolombina, la grecorromana y la cristiana. Desde su publicación hasta la fecha se han venido multiplicando los debates sobre su categorización narrativa: autobiografía, ensayo histórico, memorias, testimonio, poesía6, narrativa. Borderlands es un libro híbrido que en su propia configuración contempla todo tipo de operaciones interculturales, transnacionales y transdisciplinarias que son indispensables para descifrar artísticamente, culturalmente y políticamente la frontera. Anzaldúa propone por tanto a Coatlicue, en 1987, como la figura integradora de diferentes identidades.

Europeos y criollos, sin embargo, seguían mirando a Coatlicue únicamente en su monstruosidad. Razón por la cual quedaban así borradas las leyendas que habían configurado a la diosa azteca tanto como madre del sol, la luna, la tierra, la humanidad y la divinidad, como la inflexible y misteriosa aliada de la oscuridad y la muerte.

No obstante, los residuos de esta memoria, que hunde sus raíces en la profundidad de las tradiciones prehispánicas, afloraron aquí y allá en la intensa devoción demostrada por las indias mexicanas, a través de un culto que estaba destinado a confortar a las parturientas. Posteriormente, los intereses devocionales femeninos evocaron y mantuvieron viva a la antigua diosa terrestre bajo la figura de la Virgen de Guadalupe, que desde del siglo XVII hasta la fecha es la “diosa más importante de las Américas” (Cano 2011: 69).

Resulta curioso que después de haber sido escondida en un almacén en 1824, la estatua fue ubicada, en 1879 en el jardín del Museo. Aunque en un espacio cerrado al público en general, sí era accesible a los exponentes del mundo universitario y a los visitantes blancos cultos, los únicos a los que se les consideraba dotados del intelecto y la racionalidad necesaria para poder examinar esa imagen de terror.

Me gustaría mencionar la labor de otros historiadores como Franco (2004), Aguilera (2007), García (2012) o Klein (2008), que también contribuyeron a la renovación teórica y arqueológica sobre el “regreso de Coatlicue”, desde una perspectiva histórica, política, social y feminista. Algo fundamental para poder arrojar luz no solo sobre el pasado de México, sino también sobre su presente y su porvenir. Estos estudios sugieren que la estatua de Coatlicue, cuya historia está unida, en primer lugar, a la manipulación iconográfica y cultural puesta en marcha por la mentalidad y la práctica colonial, y posteriormente, a la autónoma reconstrucción de la identidad nacional mexicana7, tan solo desde mediados del siglo XX ha sido objeto de una pública admiración y de estudios críticos rigurosos. Asimismo, es verificable un proceso análogo de revisión en el ámbito de los estudios internacionales dedicados a la Medusa.

Después de haber sido convertidas en seres monstruosos y en diabólicos artilugios, es decir, en imágenes de la alteridad absoluta, Coatlicue y Medusa están alcanzando hoy una gran importancia intelectual. Esto empieza a ser así, debido, entre otras razones, a que las investigaciones hermenéuticas sobre las protagonistas de los mitos tienen mucho que enseñarnos acerca de la construcción de los roles de género. Sin estas investigaciones sería imposible explorar la historia del imaginario masculino y colonial.

Desafortunadamente, en la mayoría de los casos, los estereotipos sobre la alteridad femenina han generado y siguen generando la atribución de características negativas hacia las mujeres. Así, a los ojos de los turistas blancos, la colosal y oscura estatua de Coatlicue, con dos serpientes de minúsculas pupilas en lugar del rostro, podría evocar todavía al siniestro sujeto meduseo de la tradición clásica.

CONCLUSIONES 

Medusa, Eva y Coatlicue han sido parte importante de la historia de México. Estos personajes de ficción tienen también la virtud de ilustrarnos acerca de algunas de las típicas fisionomías tomadas del imaginario dominante antes, durante y después de la conquista. Desde este punto de vista el descubrimiento de la estatua de la diosa azteca adquiere un inconfundible valor histórico: permite comprobar las reacciones de repulsión, que ya se habían depositado en Medusa y posteriormente en Eva, ofreciendo a la vez la ocasión de viajar por las infinitas estepas de la imaginación masculina, de sus ideas preconcebidas y emociones negativas, siempre fieles aliadas de la sexofobia y de la xenofobia8. Pero también, por otro lado, en un bloque de basalto - en apariencia informe e impresionante - se descubre, profundamente escondido, un gran tesoro de sensibilidad mexicana. Un tesoro que desde el siglo XIX suscitó apasionados intereses públicos.

Como he tratado de demostrar a lo largo del texto, sin entender el testimonio de Medusa, Eva y Coatlicue, tanto la historia cultural mexicana como la historia de su forzada participación en las tramas más tenebrosas de la mentalidad occidental resultarían incompletas e incomprensibles.

De todas maneras, es confortante la manera en la que la diosa azteca retomó, en 1964, su lugar en el club mexicano de las estatuas, convirtiéndose al mismo tiempo en una figura importante de la política, la literatura y el arte. Una heroína que por fin es capaz de dejar a su espalda a todos aquellos que la habían considerado el emblema de un paganismo primitivo y peligroso.

Paralelamente, la popularidad de un símbolo hinchado de virilidad como el que describe la novela La serpiente emplumada, escrita por Lawrence en 1926, prometía la posibilidad de hacer vibrar la racional cultura europea con la fuerza vital de la civilización azteca. Dejando de lado las fantasías masculinas de los lectores occidentales hacia los impetuosos rituales primitivos de la antigua sociedad patriarcal de los indios, vale la pena centrarse, por un instante, en un pasaje significativo. Un punto emocionalmente importante lo alcanza la novela cuando su protagonista, la culta e independiente Kate, ya no es capaz de gobernar su sentimiento de culpa, provocado por su educación religiosa en agudo contraste con la vibrante corporeidad del mundo indio. Reconociendo su pecado en la impudicia de la mirada y en la maldición de Eva, Kate se siente abrumada por la ansiedad que le impide concebirse a sí misma y al mundo de otra manera.

Lawrence se acercó así a la verdad. Cuando consideró que para construir nuevos vínculos sociales no eran suficientes experiencias regeneradoras con los demás. Puso en juego, en cierto sentido, también otro objetivo: la capacidad de controlar las fantasías y las emociones negativas de la propia cultura de origen.

De hecho, Kate en su visita al museo nacional del D.F. no puede mirar esas serpientes de piedra “enredadas en sí mismas como excrementos”; se siente “oprimida y horrorizada” por estos seres “que sobrepasaban cualquier imaginación sobre el horror” (2005:125). La visión de los reptiles había puesto violentamente en marcha esa memoria estéril que reconocía en la serpiente solo los temores del imaginario clásico griego y las exhibiciones pecaminosas de la culpable Eva.

En cambio, en la producción artística de Frida Kahlo domina el principio opuesto, el de remarcar las contradicciones entre las dos culturas y los conflictos entre los sexos. De manera genial en sus lienzos pone en práctica la idea mexicana de una dualidad unificada, de la diversidad en la unidad, insistiendo en el uso de la mirada del cuadro como medio para observar al público. Se convierte así en una satisfactoria visión el Autorretrato con el pelo cortado (1940), donde Frida con ropa masculina y un par de tijeras en las manos reta al observador a modificar su conducta: que no se confunda y la mire como mujer. El efecto es conseguir -que hasta el espectador más apresurado, como por obra de magia, abra sus ojos y su corazón.

Por su transversalidad existencial y artística, Frida ha impulsado el placer de la exploración hacia todos los mundos, los reales y simbólicos, los occidentales y sobre todo los no occidentales, los masculinos y sobre todo los femeninos, con la mirada firme en sus verdades emotivas y en las de su país. El relato del primer encuentro de Fuentes con la pintora dejó una imagen memorable: Frida con su porte y ropa, parecida a una diosa azteca, tal vez Coatlicue, había transformado con euforia las impresionantes ropas de serpientes y las manos sangrantes en preciosos adornos (Fuentes, 1995:12).

A la espera de poder valorar hasta el fondo la eficacia pedagógica de esta artista, quien, en todo caso también se retrató, en muchas ocasiones, de falda color jade y camiseta roja, quiero sugerir que su identificación con Coatlicue y con otras diosas de la cultura precolombina le procuraba cierta satisfacción, lo que coincidió con el entusiasmo colectivo del siglo pasado y del actual.

Ni siquiera sus travesías personales la disuadieron de este juego, cuyo objetivo era hacernos vislumbrar en las experiencias, simbólicas y reales, pasadas y presentes, hasta ahora incomprensibles y confusas, nuevas conexiones y nuevas derivas imaginativas. Sus obras han animado en todo el mundo - inclusive en Europa - el deseo de conocer la alteridad. Siguiendo este camino, las fronteras antes rígidas se hacen hoy, por así decirlo, flexibles.

Y se puede entonces descubrir por casualidad que los colores de la falda verde y del corpiño sangrante de Coatlicue nos pertenecen nuevamente. Evocan tanto la fuerza motriz del imaginario precolombino como la interminable agonía emocional causada por los dualismos tradicionales del mundo occidental.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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1 En la cuarta carta, atribuida a Vespucio, “Mundus Novus” de 1502, hay algunos fragmentos interesantes acerca la visión de las indias: «Toman tantas mujeres cuantas quieren, y el hijo se mezcla con la madre, y el hermano con la hermana, y el primero con la primera, y el viandante con cualquiera que se encuentra. Cada vez que quieren deshacen el matrimonio y en esto ninguno observa orden [ …]. Aunque, como te he dicho, las mujeres andan desnudas y son libidinosas, a pesar de ello sus cuerpos son hermosos y limpios, ni tampoco son tan feas como alguno quizá podría suponer, porque aunque son carnosas, sin embargo no se aparece la «fealdad», la cual en la mayor parte está disimulada por la buena complexión [ …]. Éstas son las cosas más notables que conocí acerca de aquellos». Internet 7.6.2017.

< http://pueblosoriginarios.com/textos/vespucio/vespucio.html >

2 Vernant remarca que la femineidad posee una mirada líquida que le sirve para ablandar las fuerzas del hombre: esta mirada posee mayor poder disolvente que la de la muerte (1985:135; véase también 1989).

3 Taylor utiliza el imaginario para entender la historia colectiva de las políticas públicas pre-modernas y modernas.

4 De otra manera, Lacan explica la constitución subjetiva como una estructura dinámica organizada en tres registros: lo real, lo imaginario y lo simbólico (1996, publicación póstuma).

5 Sobre el uso de los símbolos en el inconsciente humano véase Jung y Von Franz (Vol. XI, 2002). En cambio, para Fromm, era indispensable entender hasta el fondo, a través de los mitos, el potencial formativo de las sociedades y las culturas para plasmar una identidad.

6 Esta poesía chicana Vivir en la Frontera de Anzaldúa representa la gama incontable de registros, categorías, disciplinas, prácticas, tipos de saberes, emociones, pasiones y dolores, formas de la resistencia que se producen y acumulan en la frontera: « En la Frontera tú eres el campo de batalla donde los enemigos están emparentados entre sí; tú estás en casa, una extraña, las disputas de límites han sido dirimidas el estampido de los disparos ha hecho trizas la tregua estás herida, perdida en acción muerta, resistiendo. Para sobrevivir en la Frontera debes vivir sin fronteras ser un cruce de caminos». Sección de poesía (1987).

7 Acerca de las complejas relaciones entre investigación arqueológica precolombina, exigencias políticas de la identidad nacional mexicana y memoria cultural de la diosa azteca, véase Eduardo Matos Moctezuma, (1998).

8 En un sentido similar, aunque más amplio en sus consecuencias teóricas, Adorno (1965;74), reconoció el peso de la actividad fantasmática en los procesos de deshumanización y de discriminación social.